América Latina nuclear, tan atomizada…

Por Daniel E. Arias. En U-238 Noviembre 13

Asociarse seriamente en lo atómico no figuró en la agenda de ningún gobierno regional durante todo el siglo XX. No obstante, algo diferente acaba de suceder entre Argentina y Brasil.

Los tres países con mayores recursos científicos y de ingeniería de América Latina, México, Brasil y la Argentina lograron grados muy distintos de desarrollo nuclear a fuerza de recelarse o ignorarse.

Lo que cambia el panorama entre Argentina y Brasil es un asunto reciente y acotado. Se trata de la construcción de dos reactores multipropósito, el RA-10, en Ezeiza, provincia de Buenos Aires, y el RMB, en Iperó, São Paulo, versiones potenciadas del OPAL que INVAP construyó en Australia. El proyecto argentino-brasileño consiste en capturar hasta el 40% del mercado mundial de radioisótopos médicos e industriales. Si esto dará pie a mayores “parcerias” es especulativo.

De las 439 centrales operando en el mundo, América Latina tiene sólo seis. La única de diseño propio es el CAREM, hoy en obra, aunque Brasil (tal vez) tiene un sistema de propulsión. El único exportador mundial de tecnología nuclear nativa es, por ahora, Argentina y, antes de Brasil, su único y último cliente en la región fue Perú, con dos reactores de investigación (una “facilidad crítica”, en 1978, y uno de producción de radiofármacos, en 1988).

Tras el esfuerzo de miles de expertos durante dos generaciones, lo alcanzado “tiene gusto a poco”. Sin embargo, dentro de lo general hay diferencias.

El caso mexicano

México es un país enorme en población (118 millones de personas), con un territorio de 2 millones de km2, muy montañoso, volcánico y sísmico. Es también el tercer productor mundial de petróleo y tiene una matriz energética parecida a la de la Argentina postnoventista: casi toda la electricidad es térmica y su precio está subsidiado.

En la torta eléctrica, que crece al 6% anual, el 82% es de origen térmico y el átomo pone una tajada de sólo el 5%, y la baja, a fines de esta década podría ser del 2%. Dentro de la dirigencia mexicana, algunos proponen un relanzamiento atómico: en 2010, la Confederación Federal de Electricidad habló de hasta ocho centrales nuevas en línea para el 2028. Pero incluso dentro de un esquema puramente comprador, México podría tener un “cuello de botella” en recursos humanos para manejar tanta nueva instalación.

Por su parte, el Instituto Nacional de Investigaciones Nucleares (ININ) presentó un plan para comprar varias plantas, de tres reactores IRIS de Westinghouse cada una, para desalinizar agua. El IRIS es una copia del CAREM argentino, pero más complicada y con la desventaja adicional de que no existe. El CAREM, al menos, está en construcción.

La única planta nucleoeléctrica de México es Laguna Verde, en Veracruz, con un par de centrales BWR (de agua hirviente), GE 5 “directas”. Están en línea desde 1989 y desde 1995, y fueron repotenciadas en 2007 de 1365 a 1610 MW, a raíz de contrato ganado por una UTE entre la española Iberdrola y la francesa Alstom.

México se limitó a elegir el proveedor, supervisar la seguridad radiológica, suministrar parte de la obra civil y no intervenir en rediseños. Por su parte, los operadores de mayor nivel de “Laguna” se entrenaron en Estados Unidos.

El complejo se sitúa en Veracruz, a orillas del Golfo, 272 kilómetros al norte del Distrito Federal: es la mayor fuente de energía puntual de la mayor ciudad del planeta. Como funciona con uranio enriquecido, el cual México importa de los Estados Unidos, una desavenencia diplomática grave podría terminar en un apagón catastrófico. Sería raro (pero no imposible) que suceda: NAFTA mediante, México integra hoy una zona económica común que incluye Canadá, y las intervenciones militares de los Estados Unidos son parte del pasado.

De la ingeniería de estas GE ya se habló: son versiones mejoradas de las GE MK1 destruidas en Fukushima, con exactamente las mismas tres vulnerabilidades: una contención de poco volumen frente a la potencia térmica del núcleo, los grupos electrógenos en un lugar bajo e inundable, y las piletas de combustible gastado en lo alto de la central: una ingeniería absurda en un país sísmico y en una costa expuesta a tsunamis, que en el Atlántico también los hay.

El elemento humano, en cambio, es de buen nivel: Laguna Verde ganó premios por seguridad operativa y disponibilidad. La propietaria del conjunto no es un organismo específicamente nuclear, sino la Confederación Nacional de Electricidad (CFE). Las buenas prácticas y licenciamiento son supervisados por la Comisión Nacional de Seguridad Nuclear y Salvaguardias (CNSNS).

El ININ opera dos reactores “de investigación” de los años 60: un Triga de 1 megavatio de la General Atomics y una instalación académica, ambas compradas llave en mano.

México tuvo y tiene mucho petróleo y gas “fáciles”, de formaciones porosas, y apuesta a tener bastante tight gas. Construir un programa nuclear independiente, con los Estados Unidos como vecino de puerta, es un milagro que los canadienses sólo lograron abroquelados tras la decisión de hacer centrales de uranio natural.

Al no haber desarrollado una actividad nuclear autónoma, los mexicanos se perdieron una oportunidad de elevar el nivel de complejidad y calidad del resto de su considerable oferta industrial. En América Latina, el exceso de combustibles fósiles suele ser una influencia fosilizante.

Brasil: “A cobra vai fumar

En la posguerra, Brasil tenía créditos por cobrar y activos por defender. El gobierno del presidente Getulio Vargas participó en la 2° Guerra Mundial en el bando aliado, al grito de “A cobra vai fumar!” La expresión persiste en el lenguaje y significa: “se va a armar lío”.

Y se armó. La Segunda Guerra mundial terminó con Estados Unidos catapultado a superpotencia mundial que le pedía a Brasil uranio barato y alineamiento incondicionales. Pero Brasil es demasiado país como para caber en un rol de emirato energético: antes de ser república fue imperio, tiene 8,5 millones de km2, ya había nacionalizado su petróleo y su electricidad, estaba industrializándose, invertía en grandes obras de infraestructura y defendía los derechos laborales. Esas políticas, adoptadas en Estados Unidos por Franklin D. Roosevelt se llaman “keynesianismo”, pero implementadas por el mentado Vargas, Juscelino Kubitschek, Joao Goulart y otros presidentes de línea industrialista, se denominan críticamente “populismo”.

Incluso durante los 21 años ininterrumpidos de dictadura militar, Brasil protegió su mercado interno y trató no sólo de sustituir importaciones, sino exportaciones: venderle valor agregado al mundo. Hacia adentro, este fue el trabajo de agencias federales como Eletrobras y Petrobras y, hacia afuera, de fábricas estatales de alta tecnología como Embraer, hoy el tercer proveedor aeronáutico mundial, detrás de Boeing y Airbus.

En lo nuclear, el ímpetu brasileño generó resistencia de parte del Departamento de Estado. Cuando el almirante Alberto Álvaro, presidente del Centro Nacional de Pesquisas, intentó comprar, en 1951, un ciclotrón para formar un plantel brasileño de físicos nucleares, la respuesta estadounidense fue “no”. “¿Así se trata a un aliado de guerra?”, se indignó la dirigencia brasileña. En 1956, compró ultracentrifugadoras de enriquecimiento de uranio a Alemania Occidental, pero la CIA intervino y sólo tres máquinas lograron llegar a Brasil, y hubo quienes se encargaron de que no fueran instaladas hasta 1970, cuando ya eran obsoletas.

Brasil compró, no sin gruñidos y tironeo, dos reactores nucleares de investigación estadounidenses, pero sólo hizo un tercero propio en 1965, siete años después de que la Argentina construyera el RA-1 sin pedir consejo o permiso a nadie.

Ese fue un dato que impactó en Brasil. El otro fue que, en 1968, la CNEA argentina se abocó a la construcción de Atucha I, primera central nuclear de la región, y para asombro de la proveedora alemana, KWU, la CNEA metió mano en el diseño básico y mejoró radicalmente el circuito primario.

Lejos de envidiar esas audacias, Brasil no veía mayor conveniencia en adoptar “combustible para pobres” (uranio natural) como nosotros, y compró confiadamente llave en mano su primer central a la Westinghouse. Esa planta de 626 megavatios pasó años saliendo de servicio por problemas de circuito primario. La prensa la llamó a vagalume (la luciérnaga, por prenderse y apagarse) y su factor de disponibilidad era del 25%. A la transferencia tecnológica, Brasil todavía la está esperando.

A partir de la crisis del petróleo de 1973, el gobierno estadounidense empeoró las cosas: anunció a Brasil (y a otros clientes atómicos externos) que, por ahorro doméstico de energía, tal vez se les dejaría de entregar combustible. Y al año siguiente, cuando la India detonó su primera bomba atómica, Estados Unidos cortó todo programa de transferencia de tecnología y presionó duro a Brasil para que firmara el TNP (Tratado de No Proliferación) de 1968.

Sobre las asimetrías y el fracaso del mencionado tratado podrían escribirse varios tratados. Pero triunfó en hacer que Brasil y la Argentina se pusieran de acuerdo en no firmarlo, y en mantenerse informados extraoficialmente de los proyectos de cada uno. Fue el modo de proteger de terceros más implacables y “extra-zona” su íntima y manejable rivalidad de vecinos.

Alemania triunfa y se evapora

Alemania Occidental aprovechó cada destrato de los Estados Unidos hacia sus clientes nucleares para plantarse en Sudamérica. En 1975, Bonn firmó con Brasilia la mayor compra atómica de la historia: Brasil completaría el complejo Almirante Álvaro Alberto con 3 PWRs de uranio enriquecido de 3000 MW sumados, como primera etapa de otras cuatro mega-plantas a construirse hasta 1990. En la última, la industria brasileña participaría ya con el 90% del costo. El “combo” se completaba con transferencia a Brasil de la fabricación y reprocesamiento de elementos combustibles, amén de un proceso todavía experimental de enriquecimiento de uranio “por toberas jet”.

Los brasileños firmaron y no llegó a secarse la tinta cuando Estados Unidos junto a otros propulsores del TNP (Inglaterra, Francia, la URSS y China) aplicaron un poco de jiu-jitsu invisible al comprador y al vendedor. Los equivalentes diplomáticos de este arte marcial logran, es fama, que el oponente se estrangule con sus propias manos y sin darse cuenta.

Aquí, la CNEA estaba decidida a seguir con las centrales CANDU, pero después de 1974 Ottawa, presionada por Washington, no vendía ni un tornillo sin que firmáramos el TNP. Bonn, muy atenta al creciente fastidio argentino, en 1978 le hizo a la CNEA otra megaoferta despampanante: Atucha II, de 750 megavatios y luego tres más, provistas por KWU-Siemens, con participación creciente de la industria argentina. Pero lo mejor venía después: ambos países saldrían a vender clones de las Atucha al Tercer Mundo: los alemanes ponían la marca y los componentes difíciles, la Argentina la ingeniería de detalle y el montaje, y todos ganaban.

Sin embargo, esta win-win situation no tuvo lugar. El único país del Tercer Mundo que optó por el combo “uranio natural y recipiente de presión” fue la Argentina, que ya lleva 27 años de retraso en inaugurar Atucha II. El resto compró CANDU o bien optó por el uranio enriquecido. Habiendo ganado el mercado nuclear sudamericano, éste se atrancó. Luego Alemania se evaporó del negocio, y Francia ocupó su lugar sólo en Brasil.

Por eso del jiu-jitsu invisible, Angra II es una instalación que, a poco de empezar la construcción, al igual que Atucha II, topó con dificultades de financiación. Sólo logró entrar en línea en 2000, a un precio final inflado por las demoras, aunque la central funciona bien, como todas las PWR alemanas.

Los que no funcionaron bien fueron los alemanes: su tecnología de enriquecimiento de toberas jamás sirvió y, desde el accidente de Chernobyl en 1986, Alemania entró un ataque de pánico antinuclear que empezó por la venta de la división nuclear de la Siemens a Framatome (hoy Areva) y terminó en 2011 con el cierre anticipado de todas sus centrales. En 2015, cuando entre en línea, Angra III será una planta francesa al lado de una estadounidense y de otra alemana. Angra III es parte de otro mega-acuerdo brasileño con Areva, que incluye 12 mil megavatios más a instalarse en ocho plantas repartidas sobre dos instalaciones, una en Pernambuco y otra en Minas Gerais. ¿Se cumplirá?

Debería. A Brasil, el país más fluvial de la Tierra, ya se le acaban los recursos hidro: se ha represado todo lo represable. Nuestros vecinos tienen buenos parques eólicos en su costa y un gran potencial fotovoltaico en el Nordeste, pero son recursos intermitentes y las ciudades piden potencia “de base” a gritos.

La oposición ecologista a Angra II fue dura, se abroqueló en todos los partidos y en el propio Estado. Visto desde la actualidad, no fue tan brillante la idea de poner tres plantas nucleoeléctricas en medio de playas muy bellas, hoy pobladas de ciudadanos de alto poder económico, mediático y político, con la sensibilidad ecológica por las nubes y la social, no tan alta. Buena parte de la clase media adhiere al credo de que lo nuclear es antidemocrático, militarista, retrógrado y peligroso “per se”. Gracias a tales ideas, a fines de los años 90 el gobierno muy democrático, nada militarista, más bien “progre” y poco peligroso de Fernando Henrique Cardoso enfrentó la novedad de los brown-outs, black-outs, cierres de fábricas y despidos por falta de energía. “Lula” da Silva también debió lidiar con lo mismo. Y eso sucedía en el país que desde la posguerra tuvo el más formidable desarrollo de generación y distribución eléctrica de Sudamérica. Ante tal estado de cosas, la industria paulista, corazón del verdadero poder en Brasil, frunce el ceño, acaso pensando: “A cobra vai fumar”.

Unas paladas de tierra

En 1978, a los brasileños ya les quedaba claro que si no firmaban el TNP toda posibilidad de importar tecnología de enriquecimiento terminaba con obras misteriosamente paradas, como Angra II. Fue entonces cuando optaron por un “programa nuclear paralelo”, libre de toda inspección por salvaguardias.

Desde 1990, con la llegada de Fernando Collor de Melo, ese programa, un secreto a voces, está (presuntamente) muerto. Collor echó unas paladas de tierra simbólicas a una perforación de testeo de cabezas nucleares de 356 metros de profundidad en una base de la Fuerza Aérea en Pará, Serra do Cachimbo, cuyo ejido mide más que Holanda.

Mientras entre 1978 y 1981 la Argentina construía con sigilo su modesta planta de enriquecimiento de Pilcaniyeu, en Brasil cada una de sus Fuerzas Armadas tenía su propia incumbencia: la Marina, de desarrollar ultracentrifugadoras en su centro de Aramar y establecer una planta de potencia naval de 11 MW para un submarino, primer paso de una de 70 MW. El Ejército coordinó el desarrollo de reactores plutonígenos a uranio natural, y la Fuerza Aérea se ocupó del enriquecimiento de uranio por láser y desarrollo de “explosivos nucleares con fines pacíficos”.

La argucia argentino-brasileña de no firmar el TNP se continuó en épocas de restablecimiento democrático, con el gesto del presidente Raúl Alfonsín, cuando invitó a su par brasileño José Sarney a visitar Pilcaniyeu. Unos años más tarde se firmó el ABBAC, el primer tratado bilateral de salvaguardias: ellos nos inspeccionaban y nosotros a ellos, y el Comité de Seguridad de las Naciones Unidas gruñía y daba por buenos los resultados. Eso no impedía el espionaje industrial por terceros de todo desarrollo brasileño o argentino, pero lo ilegalizaba y encarecía.

En los años 90, apenas rubricado el ABBAC, el presidente argentino Carlos Menem se apresuró a firmar también el TNP, que destruye en espíritu y letra el anterior. En 1998 lo firmó también Henrique Cardoso, pero el genio ya había escapado de la lámpara: las centrífugas desarrolladas en Aramar hoy hacen funcionar varias “cascadas” en Resende, Río de Janeiro, para cubrir las necesidades de las Angra I y II. Las cascadas deben tener algunos jeitos avanzados que sus dueños prefieren no regalar. A los inspectores del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) que vienen a mirarlas con la lupa, los brasileños se las enseñan, con toda cortesía, ocultas tras mamparas de madera.

Son los gustos que se da un BRICS que se inventó a sí mismo. Brasil es el país donde el 86% de los vehículos se mueven a alconafta, o a alcohol puro de caña, el que vende jets de cabotaje Embraer en el Primer Mundo, y también el país que, con sísmica 3D y tecnología de perforación propias, descubrió 80 mil millones de barriles de petróleo off-shore, crudo liviano del mejor. Y a una profundidad a la que ninguna otra petrolera bajó jamás.

En su sexagenaria historia nuclear, es fama que la Argentina no buscó jamás “tener la bomba” para impedir una carrera armamentista regional. El primer mandatario civil en saber que teníamos el enriquecimiento fue Alfonsín, días antes de asumir, en condición de presidente electo, y de boca del presidente saliente de la CNEA, el contraalmirante Carlos Castro Madero. El segundo presidente en enterarse, horas después, fue Joao Figueiredo, en condición de “saliente” del período militar brasileño, y nos felicitó. Sólo después la Argentina le comunicó las nuevas al resto del planeta. En ese orden.

Durante décadas, el mensaje argentino respecto de la bomba fue: “Poder, podemos, pero no queremos. No nos hagan querer”. Resultó una opción diplomática con más ventajas que costos, hasta que el TNP nos volvió “transparentes”, espiables a costo cero. Tal vez Brasil nos está dando una clase acerca de cómo cumplir ese acuerdo, ahora que volvemos a desarrollar know how complejo y con valor comercial.

Ambos países van también por plantas de potencia: Argentina construye el CAREM, Brasil hace décadas que desarrolla propulsión naval para los submarinos que acaba de comprarle a Francia, sin resultados a la vista (si los hay, no se muestran). Y desde 2003, la Argentina siempre habla de construir un submarino nuclear.

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