Enriquecimiento lícito

Por Daniel E. Arias. En U-238 Mayo 14

A raíz de los avances que en los últimos diez años ha experimentado el ámbito nuclear, la idea de volver a enriquecer uranio ha dejado de ser una utopía para convertirse en una verdadera posibilidad. El proceso es complejo, no sólo por aspectos técnicos, sino también por razones de geopolítica. De concretarlo, Argentina completaría el ciclo de producción de combustible y confirmaría su posición de país referente en asuntos nucleares.

La Argentina volverá a enriquecer uranio. Sin hacer secreto de ello, avanza sobre tres vías tecnológicas distintas. La primera es una optimización de la que mejor conoce: el viejo sistema de primera generación, o difusión gaseosa, que en su momento desarrolló en secreto y a nivel de demostración tecnológica en 1983 en Pilcaniyeu, hasta entonces un ignoto apeadero ferroviario en la línea Norte de la estepa rionegrina. “Pilca” se usó poco (entre 1983 y 1989), pero cambió para siempre la historia nuclear, tecnológica y geopolítica del país. Sobre esto, se volverá después.

Los tres procesos (difusión gaseosa, centrifugadoras y láser) consisten en separar la mezcla de isótopos del uranio natural, que tiene apenas un 0,7% del isótopo físil 235, y un 99,3% del no físil 238, en dos torrentes: uno, enriquecido proporcionalmente en 235 y otro, empobrecido, es decir con más porcentaje de 238, una “cola”, según el término prestado por la minería. En los tres procesos, el primer paso (la “conversión”) es combinar cada átomo de uranio con 6 de flúor, lo que forma hexafluoruro de uranio (UFL6), un gas corrosivo.

En la difusión gaseosa el gas se enfría, inyecta, comprime —y por ende recalienta— a alta presión en “una etapa”, que es un recipiente estanco y blindado dividido en dos cámaras por una membrana de teflón. El UFl6 entra sólo en una de ellas. La temperatura de un gas depende de la velocidad promedio con que sus moléculas se chocan entre sí, de modo que las pocas que portan el isótopo 235, más livianas, son ligeramente más veloces y atraviesan la membrana con más facilidad hacia la segunda cámara. Entonces el gas ligeramente enriquecido en U-235 se aspira y pasa a alimentar la etapa siguiente. Repítase N veces en N etapa hasta llegar a cualquiera de estos productos finales:

  1. a. LEU, Low Enriched Uranium, de bajo enriquecimiento, con un 4 a 5% de U235. Es el combustible de las centrales nucleoeléctricas.
  2. b. MEU, Medium Enriched, enriquecido al 20%, combustible de reactores de investigación.
  3. c. HEU, Highly Enriched, con 90% o más U235, llamado “grado bomba” por razones evidentes.

El producto final depende de la cantidad de etapas. Si se quiere HEU, con la difusión gaseosa se necesitan hasta 1400 enfiladas “en serie” (eso da una planta de gran superficie); pero con centrifugadoras de última generación, se puede lograr eso con unas pocas decenas de etapas. En cualquier caso, conectando esas mismas etapas en cadenas cortas que trabajen en paralelo, se puede obtener mucho LEU para alimentar todo un programa de centrales.

La difusión fue el primer caballito de batalla de la industria nuclear y enriqueció el 25% del uranio usado en el mundo a la fecha de hoy, pero es costosísima en energía: además de usarse presiones muy altas, entre etapa y etapa el gas debe enfriarse. En épocas del presidente Ronald Reagan, cuando Estados Unidos fabricaba HEU como para destruir N veces la URSS, sus viejas plantas de difusión “se bebían” sin pestañear el 7% de la inmensa demanda eléctrica de ese país. El proceso explicaba hasta el 50% del costo del combustible de las centrales, y el 5% del precio de la electricidad.

Hoy, esa tecnología de primera generación está de retirada. La última gran instalación de este tipo, Paducah, en Kentucky, Estados Unidos, cierra tras 60 robustos años operativos. Según USEC, dueño de Paducah, el 70% del costo del producto era la factura de electricidad. La carta sorpresa que la CNEA apuesta a esta baza es su tecnología de difusión SIGMA, un revival que a fecha de publicado este artículo tal vez haya originado algún anuncio.

I

La difusión fue cediendo terreno desde los 70 ante otra vía también oriunda del Programa Manhattan: la de segunda generación o de ultracentrifugadoras, que es la que hoy mueve la industria de enriquecimiento del Primer Mundo (aproximadamente el 90% del LEU es centrifugado). Rusia es el primer productor, capaz de suministrar el 40% del LEU mundial. Desde la caída de la URSS, el desarme bilateral de Rusia y los Estados Unidos liberaron ingentes cantidades de HEU que “se diluyó” en colas de uranio empobrecido para fabricar hasta el 10% del LEU usado en las dos décadas pasadas. Hoy, este auténtico “reforjar espadas en arados”, como se lo llamó, se agota por falta de materia prima y aporta sólo un 4% del combustible de centrales. En un par de años no habrá más.

Las centrifugadoras también aprovechan la diferencia de masa entre el U235 y el U238, pero de otro modo. En este caso, el gas ingresa en etapas de forma cilíndrica que rotan hasta 70.000 veces por minuto, de modo que el hexafluoruro más liviano (con más U235) se acumula en el medio, y el más pesado (con más U238) migra contra la pared externa, a una velocidad de 500 m/s (el doble de la de una bala .45) y aplastado por una fuerza 1 millón de veces mayor que la de la gravedad terrestre. Ambos torrentes, el de enriquecido y el de colas, se aspiran por tomas separadas.

Cada centrífuga constituye una etapa, y es la concatenación de éstas en una cascada lo que determina el producto final. Como sistema, el de centrífugas es menos flexible que el de difusión: si no se trabaja al 100% de capacidad, se pierde plata. Pero además exige electromecánica de precisión y un excelente software de control. Y es que con centenares de cilindros masivos girando tan rápido, alcanza con que uno vibre apenas para que se desequilibre, salga volando y rompa todo en su entorno. Los israelíes se cansaron de sabotear la planta iraní de Natanz con virus informáticos.

Pero pese a estas contras, las dos ventajas de “la Moulinex” (como se llama al sistema de centrífugas en los pasillos de la CNEA), son decisivas. Primero, cascadas cortas, con pocas etapas. Segundo, se gasta hasta 50 veces menos energía para similares resultados. Y esto es importantísimo si uno tiene como objetivo el pacífico LEU: nada irrita tanto a un ingeniero como tener que gastar mucha electricidad para generar… electricidad.

Como dato de color, al sistema de difusión gaseosa los expertos criollos lo llaman “la kriptonita” (por lo de la separación de la dorada y la roja, chiste sólo entendible por viejos lectores de Superman), y el sistema más experimental de enriquecimiento por láser es mentado como “la lamparita”. Shakeaspeare recomendaba desconfiar de todo hombre al que no le guste la música, y Arthur Koestler, de todo científico al que no le guste el humor, y es que los chistes y los descubrimientos o avances tecnológicos comparten casi todos sus mecanismos cognitivos.

II

“La lamparita” se ganó su sobrenombre argentino porque usa un haz de láser infrarrojo para excitar selectivamente el hexafluoruro con U-235 antes de que ingrese en una etapa, cosa que hace mezclado con un gas noble (argón) y en forma de chorro a velocidad supersónica y a temperatura criogénica. En la longitud de onda adecuada de infrarrojo, el UFl6 con U-238 no se excita, pero el que tiene U-235 sí. Eso decide destinos: las moléculas de hexafluoruro con U-235 no se pegotean (la palabra técnica es “clusterizan”), de modo que se desperdigan hacia la periferia del chorro como perdigones de una escopeta recortada. En cambio las moléculas con U238 se “clusterizan” y, por su mayor masa e inercia, mantienen la trayectoria recta, como balas de fusil. Recolección selectiva por separado (si es periférico, es enriquecido, si es central, es cola), cumplida una etapa, y vamos por la siguiente.

“La lamparita” supone economías tremendas: de inversión inicial y, sobre todo, de gasto energético. Son menos gastadoras que las ya ahorrativas “Moulinex”, sin que en la CNEA puedan ponerle aún cifras al asunto, porque hay tres versiones de esta idea en estudio, y dos de ellas a punto de pasar a loop de demostración. Lo evidente es que escalar del loop una planta piloto y de esta a una de capacidad plenamente industrial es relativamente fácil.

Tanto es así que quienes desarrollaron la primera versión tecnológicamente viable de esta idea pertenecían a una firma australiana llamada SILEX, que General Electric compró y cambió de nombre rápidamente (ahora se llama GLE). Anda tan bien que se le sumó enseguida Hitachi, y luego aparecieron la minera canadiense Cameco, la gran enriquecedora europea occidental Urenco, y trascartón compraron cuotapartes de producto la primera constructora mundial de centrales nucleares (la francesa Areva), y luego, como vagón de cola, las utilities eléctricas estadounidenses.

Nadie entre todos estos piensa en transferir tecnología: sólo en vender producto. La planta industrial avanza en Wilmington, Carolina del Norte, y en 2020 tal vez atienda el 3% del mercado mundial. ¿Por qué una tecnología tan disruptiva, que GE llama “game changer”, avanzará tan despacio? Porque hay una capacidad instalada global invertida en las “Moulinex” que tardará décadas en amortizarse y en hacer mutis por el foro, según la Word Nuclear Association.

Uno podría preguntarse por qué, con presupuestos comparativamente mucho menores que los que se usan para investigación y desarrollo en el Primer Mundo, la CNEA está experimentando con tres generaciones tecnológicas a la vez. ¿Por no poner todos los huevos en la misma canasta? En parte. Pero la respuesta la podría dar la propia historia de “Pilca”: su producto principal no fue el uranio enriquecido argentino, sino el que los EEUU nos terminaron vendiendo a precio preferencial con tal de que no ampliáramos la planta.

Incluso los años que estuvo “en barbecho”, Pilca era el modo de asegurarle a los países que le compraron reactores nucleares a la Argentina que tendrían combustible sí o sí, aunque todos los grandes productores mundiales de MEU acordaran hacerle un boicot a la Argentina y a sus clientes. Si uno es un recién llegado al negocio, para vender un caballo hay que asegurarle el pasto al comprador. Gracias a eso y a la buena tecnología criolla, Perú se anotó con dos reactores; Argelia, con uno; Egipto, con otro; Australia, con el ya famoso OPAL, considerada la mejor planta de su tipo en el mundo. Razón por la cual INVAP le está haciendo la ingeniería al futuro RBM brasileño y al RA-10, que destronarán al OPAL.

Gracias a eso también la Argentina inicia, con el CAREM 25, un futuro posible de exportador ya no de reactores de investigación (un mercado chico, con a lo sumo 4 licitaciones por década) sino de proveedor de centrales de potencia; un campo donde los pedidos pueden venir de a decenas.

A corto plazo, la CNEA quiere tener al menos tres loops de demostración con “la kriptonita”, la “Moulinex” y “la lamparita”, saber el costo final del producto con cada tipo de planta si pasa a escala industrial y luego verá cómo sigue su historia. Será un modo de decirle a quienes compren el CAREM que, en lo que se refiere a combustible enriquecido, “pueden dormir sin frazada”. Si uno tiene una sola vía de enriquecimiento a mano, vieja, madura o novísima, es fácil liquidarla impidiendo la importación de tal o cual insumo crítico imposible de fabricar localmente. Con tres vías dominadas, la que puede dormir sin frazada es la Argentina.

Lo seguro es que, dado el tamaño de los jugadores en este mercado, el carácter absolutamente dual de la tecnología de enriquecimiento y el grado de paranoia que esta genera en las cinco potencias que forman el actual Comité Permanente de Seguridad de las Naciones Unidas (Estados Unidos, Rusia, Inglaterra, Francia y China), en algún momento la CNEA ya no podrá seguir sola y deberá buscarse un socio mayor “aceptable”. Llegado el caso, el grado de avance tecnológico con que la CNEA entre en esa sociedad le permitirá hacerlo en condiciones de paridad y sin acatar políticas que le quiten cintura comercial.

El nuevo marco jurídico

Conviene aclarar que en 1994 la Argentina ratificó el tratado de Tlatelolco, que declara los más de 21 millones de km2 de Sudamérica como zona libre de armas nucleares, y en 1995 el TNP. La tranquilidad que esto le da a la OTAN —alianza con uno de cuyos miembros, Inglaterra, estuvo en guerra en 1982— es indudable, pero también tiene un costo potencial importante para el país.

Si se miran las cosas desde la perspectiva del OIEA y el Consejo Permanente de Seguridad de la ONU, el TNP asegura que cualquier desarrollo argentino en materia nuclear sea pacífico. Mirado desde el punto de vista comercial y argentino, Tlatelolco es violado cada día desde 1982 por uno de los cinco países que lo inventó, Inglaterra, que pone y saca a su antojo y sin dar cuentas sus armas nucleares en las Malvinas y sus alrededores. Todo ello sucede, obviamente, sin que nadie en Viena, sede del OIEA, toque el silbato. Por otra parte, el TNP permite a nuestros competidores de siempre —en general, los países miembros del Consejo de Seguridad Permanente— acceso gratis para husmear toda novedad tecnológica que generemos.

Probablemente, si la Argentina pasa de loop de demostración a planta industrial, deberá hacer el mismo tipo de argucias que usa Brasil con sus centrifugadoras en Resende para que los inspectores no puedan piratear tecnología inventada aquí: ponen mamparas de madera que impiden ver detalles, lo que da lugar a jugosas e inútiles discusiones con el inspectorado: ¿cuántos centímetros de centrifugadora puede ocultar Brasil? ¿Diez más? ¿Diez menos? Lo cierto es que es oficial: la Argentina quiere avanzar en tecnología de enriquecimiento. Lícito esta vez, desde el punto de vista del OIEA. Por lo demás, aquí madera sobra.