Malargüe: un ejemplo para la minería argentina

fotos-edicion-impresa-02Por Daniel E. Arias. En U-238 # 14 Noviembre 14

A partir de la finalización de la primera obra de remediación de una mina de uranio en Sudamérica, que se concretará entre 2017 y 2018 en el Centro Fabril Malargüe (CMF) de la provincia de Mendoza, surgen interrogantes respecto de esta práctica, de la cuestión ambiental y de las conescuencias futuras para la región. Aquí se ofrecen las respuestas, que permiten comprender no sólo el proceso en particular, sino también aspectos centrales de la minería en general.

A raíz del hecho de que entre 2017 y 2018 estará terminada la primera obra sudamericana de remediación de una mina de uranio, en Malargüe, Mendoza, cabe hacerse varias preguntas. Sugiero estas, pero hay muchas más.

¿La obra de Malargüe es la remediación de una mina?

No. Es el encapsulamiento hermético y definitivo de los residuos de proceso dejados por el CFM (Centro Fabril Malargüe), una planta química de la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA) que trató el mineral uranífero de las minas de Huemul (a 60 kilómetros, dentro del departamento de Malargüe) y luego de Los Reyunos (a 180 kilómetros, en el vecino departamento de San Rafael). El trabajo es prioritario, porque el crecimiento urbano fue acercando la ciudad a la planta.

En el entorno urbano no hay ni habrá mina de uranio alguna que deba remediarse. Otra cosa para aclarar es que el material a encapsular es sólo mineral de descarte, y no combustible nuclear usado por ninguna central o reactor argentinos o extranjeros.

¿Qué es lo que hay que remediar en Malargüe?

A lo largo de sus ya lejanos 32 años de operación, el CFM extrajo 72 toneladas de “pasta amarilla” o yellow cake, (una mezcla de óxidos de uranio), materia base de la construcción nacional de combustibles para reactores o centrales nucleares.

Quedaron como residuo o “colas” 710 000 toneladas de mineral pulverizado con típicos problemas químicos: tienen metales pesados nativos de la roca. Su liberación natural por la erosión ha sido acelerada millones de veces por la molienda, que multiplica la superficie de interfase de la roca con el agua y la acidez adquirida en el tratamiento, o después. Esas colas deben pasivarse e inmovilizarse en repositorios definitivos, secos, herméticos y duraderos.

El impacto adicional de una cola uranífera es que, además, tiene restos inevitables de otras sustancias naturales de la roca: uranio residual, radio 226, y radón 222. Estos tres últimos elementos son radioactivos y debe mitigarse su impacto a “valores ALARA” (tan bajos como sea razonablemente posible).

¿Qué se hizo en el pasado para ello?

Cerrado el CFM en 1986, diez años después, las colas se mezclaron y compactaron con centenares de metros cúbicos de otros materiales heterogéneos (suelos y bloques pétreos), como solución transitoria. La loma resultante, de 85 000 metros cuadrados, estuvo en el borde SE del predio.

Entre tanto, por circunstancias desastrosas para la CNEA que empezaron en 1982 y duraron hasta 2003 —y cuyo objetivo final era desmantelar la institución— hubo que buscar financiación externa para remediar el CFM y varias minas cerradas. Así se constituyó el Programa de Remediación Ambiental de la Minería de Uranio (PRAMU), con un fondo de 40 millones de dólares otorgado por el Banco Mundial (BM).

Desde 1996, se empezó a poner en marcha una larga cadena de acuerdos científicos, institucionales, legales y administrativos con decenas de partes involucradas hasta aprobar la estructura que los expertos llaman “Encapsulamiento”, los paisajistas “El Mirador” y los ingeniosos “La Empanada”. Cualquiera de estos nombres, comprende el saneamiento y la parquización del predio y adyacencias.

El hecho mismo de haber tomado un préstamo —hecho único en su historia— muestra que en su hora más amarga, la CNEA, condenada a desaparecer por falta de personal, presupuesto y planes, tenía la determinación de hacerlo prolijamente, sin dejar pasivos ambientales.

Entretanto, ¿cómo afectaron las colas a Malargüe?

No la afectaron. El área del CFM, donde las dosis de radiación llega a estándares biológicamente significativos para la Autoridad Regulatoria Nuclear (ARN) de la Argentina y el Comité Internacional de Radioprotección (ICRP) de las Naciones Unidas, está circunscripta y cerrada. No toca la ciudad ni la afecta a distancia.

Lo que sí afectó a la ciudad fue la truculenta campaña de TV de algunas agrupaciones ecologistas en 1993, que pintaron a Malargüe como “lugar peligroso”. Esto provocó pérdidas para el sector turístico y el agropecuario. Para Mendoza, el timing no pudo ser peor: la economía malargüense ya venía rengueando por la decreciente actividad petrolera y la idea era remontar con el turismo y la valorización de sus productos de campo como “producciones ecológicas”.

Lo que indican las pruebas científicas y epidemiológicas a lo largo de décadas es que Malargüe no estuvo ni está contaminada por el viejo CFM. Sí lo estuvo la imagen de la ciudad. Pero no por la CNEA.

¿Qué pasó con las colas “a medio remediar”?

Se mojaron. El CFM está en medio de una planicie de pendiente suave hacia el NE, y en ese sector la base del emplazamiento transitorio de las colas se anegaba con los ascensos estacionales de la napa freática, la más superficial. Esto generó una pluma subterránea de contaminación que se extiende unos ciento cincuenta metros “aguas abajo” de las colas, hacia el NE, zona donde no hay pozos ni uso económico del suelo. Éste ha sido el único impacto ambiental medible.

Para secar el predio y las colas, y garantizar el riego de las fincas vecinas con líquido puro, ahora éste se capta “aguas arriba”, es decir al SO del predio del CFM. La freática se intercepta con un acueducto, y las aguas superficiales, mediante un sistema de hijuelas (acequias de cemento).

Todos estos ductos “baipasean” el CFM por los laterales. A eso, se añade una “calle canal”, de bordes elevados, para actuar como acequia y suplementar el acueducto en caso de inundación. La obra se hizo entre 1997 y 1998 a satisfacción del Ministerio de Ambiente y Obras Públicas (MAOP) y el Departamento General de Irrigación (DGI) de la provincia.

¿Cómo creer que no hubo impacto sobre Malargüe?

No es cuestión de creer. Si lo hubo, debería ser medible como aumento de radiación en las calles de la ciudad, en las casas y, sobre todo, en sus efectos en la salud humana. Pero décadas de muestreos radiológicos y epidemiológicos, incluso en situaciones de tirantez política entre la provincia y la CNEA que daban para la “denuncia fácil”, no han mostrado nada raro.

¿Y por qué tan poco impacto, si las colas emiten radiación gamma y radón? Paciencia, las respuestas son técnicas. La primera: la radiación gamma es muy penetrante, pero no logra atravesar sin una gran mitigación la gran masa de tierra y cascajo mezclado con las colas.

La energía radiante que logra salir se mitiga por el hecho de que los rayos gamma son como los de la luz visible: su capacidad de iluminar objetos disminuye con el cuadrado de la distancia. Si uno está a dos metros de las colas, recibe sólo la cuarta parte de rayos gamma que a un metro. Si se aleja 100 metros, la dosis se reduce 10 000 veces. Pese al crecimiento de la ciudad, las casas más vecinas están a entre 500 y 1500 metros de distancia del perímetro externo del viejo CFM.

En cuanto al radón, tiene una vida media de 3,6 días. En buena parte, se desintegra adentro del montículo transitorio de las colas. El que logra salir, es soplado por los vientos locales (y, en parte, esto es bueno porque se diluye mucho).

Aún así, se puede objetar, y con razón: el radón “decae” en una “progenie química” considerada peligrosa, ya que forma otros radiosótopos que se incorporan al polvo, fácilmente aspirable en días de viento.

Pero el radón y su progenie no afectan a la ciudad: los vientos predominantes del NO son suaves y no traen polvo al casco urbano. En cambio, los ventarrones del O —que sí levantan polvareda— la disipan hacia tierras vacías, al E.

La única zona donde la radiación puede tener algún impacto sobre la salud está perfectamente medida, demarcada, vallada con alambre olímpico, vigilada por la Gendarmería Nacional y fuera de la ciudad. Es la llamada “área de influencia”.

¿Qué pasa dentro y fuera del “área de influencia”?

Un grupo imaginario de “okupas” que viviera pegado 7000 horas por año a la alambrada tendría una DEV (disminución de expectativa de vida) de medio año, medible al momento de entregar el alma. Si este grupo viviera 7000 horas por año sobre las colas mismas, su DEV sería de diez años, es decir la de un grupo de fumadores, de los de un paquete por día.

La Gendarmería no puede impedirle fumar a nadie, pero se encargó impecablemente de que no hubiera intrusos dentro de la alambrada.

Por su parte, los trabajadores que gestionan la obra están especialmente protegidos para no exceder los límites de exposición fijados por la ARN (Autoridad Regulatoria Nuclear) y el ICRP (Comité Internacional de Radioprotección de las Naciones Unidas).

Según mediciones continuas desde 1993, el radón y su progenie llegan tan diluidos a la ciudad que no resultan discernibles de la “radiación de fondo” natural, tanto en las calles como en las casas. Su mayor concentración constituye entre una tercera y una décima parte de los límites tolerados por la ARN y el ICRP, y en los interiores de las casas, la radiación medible es más atribuible a la arquitectura y uso de las viviendas que a las lejanas colas.

Y es que hay radón “nativo” en el suelo pedemontano de Malargüe, en los materiales constructivos y en el gas de cocina y calefacción. Siete veces más pesado que el aire, el radón nativo del suelo se concentra en sótanos y plantas bajas poco ventilados. No se quede a vivir en un sótano malargüeño. Tampoco pase la vida, para el caso, adentro de las cavernas donde los turistas de aventura se dedican a la espeleología. Hay más radón ahí que en las casas de Malargüe.

Sin embargo, hay una afectación a la comunidad. Las colas a medio gestionar vuelven muy difícil el conseguir la “certificación verde” del ganado caprino y la papa semilla. Este sello les daría un valor de mercado un 20% superior al actual. Si hay un motivo legítimo para que los malargüeños estén enojados con la CNEA, es éste.

¿Qué falta hacer?

Lo que se está haciendo: ahora que las colas se secaron, se las traslada hacia el borde SO de la finca, su lugar más elevado, colindante con las vías del antiguo Ferrocarril General San Martín. Allí se las está pasivando con cal, y se las va encapsulando en forma hermética dentro de un gigantesco confinamiento multicapas, un complejo terraplén romboidal hecho de cinco clases de materiales naturales (grava, suelo compactado, suelo limoso-arenoso, arcilla, bloques de roca).

Completo, con taludes de poca pendiente en sus cuatro frentes, tendrá 9 metros de altura. Aún en obra, se aprecia una estructura enorme: mide 750 y 650 metros de largo y 180 de ancho en sus bordes inferiores. Garantizará sequedad, estanqueidad y resistencia estructural perdurables a 500 años de nieves, vientos, tornados, terremotos, inundaciones o intrusión de raíces arbustivas o animales cavadores.

Y todo eso se logrará pasivamente, sin mantenimiento alguno, por diseño y gracias a la combinación inteligente de materiales naturales de modo que actúen sinérgicamente y se protejan entre ellos. La idea es que los tataranietos de los malargüenses gocen del parque y no tengan que poner un peso, o la unidad monetaria que rija entonces en el Cono Sur, en reparar el encapsulado.

El terraplén y su sitio adjunto (ahora casi de 40 hectáreas, con la compra de tierras vecinas) en 2015 debe quedar en estado impecable en términos de impacto aéreo, hidrológico, químico y radiológico, y además espléndidamente parquizado, aunque el área sólo será abierta al público tras 20 años de monitoreo cruzado por la ARN y otras entidades, incluídas las ONGs que quieran participar.

La belleza del parque no tiene intenciones de maquillar su pasado industrial y nuclear: los árboles multicolores implantados y las praderas de pastos son su defensa más externa y sofisticada contra la intemperie. Pero en una provincia donde las ciudades cuidan su estética como Mendoza, un parque lindísimo tiene una inmunidad extra contra dos modos de intrusión: la espontánea (por “okupas”) y la aparentemente legal (por privatización de espacios públicos).

¿Y eso justifica hacer las obras con 30 años de atraso?

No. Punto.

Dicho esto, el PRAMU pide que se tenga en cuenta que éste es el primer caso de remediación de colas de minería en Sudamérica. Lo que hace hoy no tiene antecedentes, está en obras, termina en 2015 y conlleva estándares de calidad muy superiores a los de la minería metalífera actual. Sólo hay que contar los sectores con los que se debió consensuar para vislumbrar su complejidad política.

Como ya se dijo, esta es una obra del PRAMU, que pertenece a la CNEA, hecha con un préstamo del BM, bajo parámetros aprobados por las citadas ARN de la Argentina y el ICRP de las Naciones Unidas, amén del Ministerio de Ambiente y Obras Públicas de la Provincia (MAOP) y de la Dirección General de Irragación (DGI) de la provincia. Añadimos la Facultad de Ciencias Aplicadas a la Industria de la Universidad Nacional de Cuyo (UNC).

Si tantas siglas lo marean, tome aliento, y prosigo:

En las consultas previas de la ingeniería tuvieron vistas y opinión, además, la Universidad Nacional de Córdoba, la Unidad de Gestión Ambiental Nacional, la Subsecretaría de Minería de la Nación, la Comisión de Medio Ambiente, la Cámara de Diputados de la provincia de Mendoza, la Cámara de Comercio, Industria y Agropecuaria de San Rafael, la Cámara de Senadores de la provincia de Salta, la Fundación Vida Silvestre, la Subsecretaría de Ordenamiento Ambiental, la Secretaría de Recursos Naturales y Desarrollo Sustentable, la Universidad Tecnológica Nacional, Regional de San Rafael, la Fundación Ambiente y Recursos Naturales y la Secretaría de Gobierno de la provincia de Mendoza.

En fase preparatoria, se hicieron censos de opinión y dos audiencias públicas en las que participaron el Municipio con sus poderes, las cámaras productivas regionales y la población, invitada libremente. Ambas audiencias, con resultados y resoluciones, fueron íntegramente grabadas en video.

De modo que bajo tanta ingeniería geológica durable, hay una “ingeniería institucional” que se la cuento.

Aún así, perdón por el atraso. 30 años es mucho.

¿Qué significa dejar el sitio “impecable”?

Cuando en 2015 se cierre “la Empanada”, el abatimiento de las emisiones de polvo, radiación gamma, de radón y de su “progenie radioactiva” de radioisótopos será drástico. Si hoy las colas son radiológicamente inofensivas fuera del “área de influencia”, una vez confinadas y parquizado el predio, significarán para el público una dosis colectiva absorbida de 0,1 milisievert por año por sobre la “radiación de fondo” mundial.

Sorpresa: la radiación mundial de fondo es de 2 milisievert por año, 20 veces mayor que la que generarán las colas encapsuladas.

Dicha “radiación de fondo” es la que la población humana promedio recibe, quiera que no, enterada o sin saberlo, por parte del planeta y del cosmos, que son radioactivos. Esa dosis no la podemos evitar dado que la superficie terrestre, las plantas, los animales, nuestros alimentos y hasta nuestros propios cuerpos son débilmente radioactivos. Si duermo con mi mujer, la irradio, y ella a mí. Y las paredes nos irradian a ambos.

Pero “el fondo” radioactivo varía mucho según la geografía. En algunas zonas como Guaraparí, Brasil, es naturalmente de 175 milisievert por año debido a las playas ricas en torio, generador de radón 220, y en los humedales de Ramsar, Irán, de 400 milisievert por año por los manantiales ricos en radio 226. Respectivamente, 87,5 y 200 veces la “dosis de fondo” mundial. ¡Y estamos hablando de un balneario finolis situado 500 km. al Norte de Río de Janeiro, y de un humedal visitado por cultos amantes de la naturaleza!

Terminada en 2015 su tarea en Malargüe, el PRAMU se ocupará de remediar otras colas de minería de uranio en otras 5 provincias. Para todo eso, el BM le dio un préstamo de 40 millones de dólares, de los cuales Malargüe habrá insumido, uf, 12, hechas todas las cuentas. Parece que hará falta más plata.

Pero a partir de 2003, el Programa Nuclear Argentino resucitó con fuerza, de modo que la CNEA se hará cargo con fondos propios y “en tiempo real” de toda futura minería de uranio en el país.

Esto significa que se trabajará a doble frente, remediando al mismo tiempo que se extrae, sin dejar pasivos ambientales o facturas a pagar a la generación siguiente.

Lección aprendida.

¿Qué se ganó a cambio de generar esos residuos?

Ésa es “la pregunta del millón”.

La respuesta: nuestra minería de uranio argentina es única: en lugar de afectar mucho paisaje y generar trabajo transitorio para exportar materia prima, deja una huella mínima sobre el terreno. Pero, a cambio, obtiene el uranio justo para abastecer una larga cadena nacional de valor agregado que generó miles de trabajos calificados y permanentes en decenas de empresas, y exportaciones de tecnología de punta.

En esa historia, la vieja CFM contribuyó a conseguirle otro status al país, a Mendoza y a Malargüe. En los tres casos, ha sido el equivalente futbolístico de un ascenso de categoría. La yellow cake o “pasta amarilla” argentina produjo materia gris argentina.

El uranio argentino se transformó en combustible nuclear para reactores de investigación, o en elementos combustibles para centrales nucleoeléctricas.

En materia de reactores, somos el más exitoso proveedor mundial desde fines de los ochenta, derrotamos rutinariamente “a los dueños de la pelota atómica” (Francia, Canadá, Estados Unidos, Corea, Japón y Rusia) en casi toda licitación (las dos últimas, en Australia y Holanda).

Con nuestro reactor RA-3 producimos y exportamos molibdeno-99, el principal radiofármaco de diagnóstico, y con el RA-10, hoy en licitación, podemos capturar el 20% del mercado mundial… y sacarlo de apuros. Es que en el Primer Mundo, el 66% de los estudios pedidos con molibdeno-99 son denegados: no hay. Aquí sobra.

En Mendoza la radiomedicina dio un salto en 1986 con la apertura de la Fundación Escuela de Medicina Nuclear (FUESMEN), con sede en la capital provincial, el mayor centro de diagnóstico y tratamiento nuclear de Sudamérica, hoy con una subsede en San Rafael, a 230 kilómetros de Malargüe.

En medicina nuclear, Mendoza ascendió a primera, y también domina.

El uranio ilumina ciudades. El que salió de Malargüe, hecho combustible de las centrales nucleoeléctricas Atucha I y Embalse, inyectó en el Sistema Argentino de Interconexión el equivalente del consumo de 15 capitales como la actual Mendoza. En esta década en que se agravó la falta de gas por falta de exploración, y en años secos como 2007 o 2011, que afectaron las centrales hidroeléctricas, sin el aporte nuclear el país habría sufrido de apagones serios.

Por último, el país está construyendo su primera central nuclear 100% nacional, el CAREM, compacta, sencilla, barata y hasta 20 veces más segura que las mejores de las 440 plantas hoy operativas en el mundo. Podemos exportar decenas, y ganar miles de millones.

Dato de interés provincial: el componente principal del CAREM, el recipiente de presión, en la Argentina sólo lo puede fabricar la industria metalúrgica pesada mendocina, que hace rato juega en primera.

Pero la utilidad más específicamente local de la vieja planta de concentración de uranio en Malargüe fue la creación de centenares de puestos de trabajo calificados a lo largo de toda una generación, y sus efectos posteriores. En los 50 se afincaron en la ciudad ingenieros, químicos y técnicos que mejoraron la calidad educativa y la oferta laboral, y eso a su vez atrajo a otras industrias que dieron trabajo y formación a las generaciones siguientes.

Gracias a esa historia ya vieja, Malargüe es la ciudad de mayor crecimiento en Mendoza, y su población trabaja en puestos de relevancia en minería, en el petróleo, en construcción, en hotelería y turismo, y participó de la instalación del Observatorio de Rayos Cósmicos Pierre Auger. La red de comunicaciones de alta velocidad del Auger a su vez trajo a Malargüe la antena puesta por la Agencia Espacial Europea (ESA) para “bajar” datos y “subir” instrucciones a sus satélites.

Entre todas las provincias argentinas, no hay otra sede departamental más tecnológica en la Argentina, salvo Bariloche, en Río Negro.

¿Valió la pena generar esos residuos? Que conteste el lector.

Malargüe ya tiene vuelo propio. Pero la CNEA estuvo en el despegue.

 

Megavatios sí, megaminas no.

La CNEA tiene varias minas, una planta de concentración de uranio y una fábrica de pastillas cerámicas de combustible nuclear a remediar. Es un pasivo ambiental acumulado importante, y la obra de Malargüe indica que la institución trabaja a las corridas para remediarlo.

Sí, con décadas de retraso. Pero si se tiene en cuenta que la Argentina tiene décadas soportando apagones eléctricos estivales, y sólo este año puso en línea Atucha II, no es el único retraso del programa nuclear. Había urgencias peores. La factura política, a levantarla por los gobiernos desde 1982 a 2004 que la dejaron sin planes, dinero ni gente.

Lo que hay que poner en claro es que en toda su historia la CNEA jamás practicó eso que hoy se llama “megaminería”. Aún en sus épocas fundacionales, en que las prácticas y leyes mineras eran permisivas, la CNEA jamás hizo nada “mega” por tres causas: nació chiquita y autorregulada. Desde cuando sus integrantes –todos doctores nucleares- cabían en un aula, tuvo una gerencia de radioprotección, cuyo personal fue la semilla de la hoy independiente ARN (Autoridad Regulatoria Nuclear).

Pero —segunda causa— salvo en épocas del almirante Eduardo Castro Madero con su plan de 6 centrales, lo cierto es que desde 1973 a fecha de hoy el país nunca planificó su minería uranífera para grandes consumos. Con Atucha I y Embalse sólo había dos centrales, una pequeña y una mediana, para alimentar. Entre ambas, llegaban a los 1000 megavatios “parándose en puntas de pie”.

Durante la década posterior a la caída de la URSS, un enorme stock de uranio “grado bomba” soviético, enriquecido al 90%, se diluyó al entre 3% y 5% de práctica que queman las centrales, y se vendió al mundo. La Argentina lo importó a un costo muy inferior al estimado para uranio local extraído, concentrado, enriquecido y “pelletizado” aquí.

Terminada esa bonanza soviética y con un programa de centrales relanzado desde 2006, la reactivación de la minería local —otro atraso— no podrá nunca ser muy “mega”. Primero, porque el país tiene poco uranio, lo que es un problema. Segundo, porque ahora tiene una ley que prohíbe exportarlo, lo cual es una solución. Esa ley “le echa Flit” a cualquier megaminera externa, que el país ya sabe —por vacunado— le resultan poco controlables.

Si se reactiva la mina mendocina de Sierra Pintada, o se habilita la de Cerro Solo en Chubut, la escala de la actividad estará limitada por el tamaño del mercado nucleoeléctrico argentino: nunca podrá desbordarse por una rampa de demanda mundial. El uranio es poco, pero nuestro, y el valor agregado en energía, medicina y tecnología nuclear se lo ponemos aquí, punto. Exportar uranio sería exportar trabajo calificadísimo. No gracias, lo queremos aquí. Megavatios sí, megaminas no.

 

Megaminas y megaproblemas

Antes de los 70, la vieja minería en túnel solía explotar tal o cual mena metalífera a veces durante siglos. Pero desde entonces, la población mundial se duplicó, la demanda global creció exponencialmente y las mineras vieron que, tras milenios de explotación, ya no quedaban “menas fáciles” en el Primer Mundo.

“Menas fáciles” es una adaptación de jerga petrolera. Sintetiza la idea de recurso fácilmente accesible desde la superficie, de calidad química y suficientemente concentrado como para generar impactos ambientales desmedidos.

La propiedad local o nacional suele hacer la diferencia. La Planta Industrial de la CNEA en Malargüe, Mendoza, es un ejemplo: el problema ambiental generado es manejable y, de hecho, se está remediando con una ingeniería ambiental llena de inteligencia y elegancia.

Si el capitalismo global agotó el “petróleo fácil” en un siglo y medio, mejor no ver lo que pasó con los metales y otros minerales valiosos. En la sobreexplotada corteza terrestre ya sólo quedan menas “de baja ley”, con cantidades medibles en partes por millón de cobre, oro, hierro, vanadio, cromo, platino, uranio o aquellas otras especies de la Tabla de Mendeleiev que alegran a las megamineras multinacionales.

Ellas son el producto de décadas de empresas que estuvieron comprándose unas a otras y hoy se manejan desde fondos de inversión. Nadie niega que la civilización actual necesite minerales. Pero la megaminería de hoy se lleva los beneficios a la casa matriz y deja los daños en el país de origen.

Las menas metalíferas del Tercer Mundo no sólo son “fáciles” por menos explotadas, sino en términos políticos. Las leyes mineras locales acuñadas en Sudamérica durante los 90 están traducidas del inglés por cortesía de las propias mineras. Por otra parte, la relativa falta de geólogos, biólogos, edafólogos, ecólogos e hidrólogos vuelven la vigilancia estatal escasa o imposible.

Las megamineras explican que el único modus operandi posible hoy es agresivo. El tajo abierto decapita suelos o cerros enteros volándolos con explosivos, remueve y apila la “roca estéril” cerca de la bocamina y llega rápidamente a la mena, para triturarla y procesarla en instalaciones anexas. De ese proceso, surgen por una parte los concentrados, que la minera suele exportar como barros ricos en tal o cual elemento. Si los costos locales son regalados, pueden hacernos el favor de llevarse metal en lingotes. Entre 15 y 30 años de descorchado el primer champagne con las autoridades, la mina cierra y deja algunas decenas de miles de empleados a la deriva. Suele dejar también una subsidiaria local que consiste en una puerta de chapa y ningún capital ejecutable.

También deja, y para siempre, pilas de cascajo estéril, lixiviando metales pesados bajo la lluvia. A corta distancia, un “dique de colas” que “encierra” los barros de proceso. Estos son un mix de roca procesada y de reactivos de proceso: cianuro, ácidos, bases; la lista es larguísima y varía según el metal, la roca, la empresa y lo que hayan tolerado los vecinos.

Si el tajo es profundo, es posible que ese agujero termine como drenaje, por gravedad, de las napas locales. Al cierre de pozo, se transforma en un lago tóxico. Los vecinos, cuyos pozos de agua potable se quedaron sin agua hace décadas, ahora vuelven a tener, pero es una sopa química que perfora las cañerías.

Los diques normalmente están hechos al menor costo posible para la empresa. Son estructuras frágiles, de paredes hechas apilando peñascos de roca estéril por gravedad, sin argamasa. No es cierto que siempre se derrumben y sepulten de barros tóxicos a poblaciones situadas pendiente abajo. Eso pasa sólo a veces, cuando tras muchas lluvias, sobreviene un terremoto. Otras cosas también mueren: totales no medidos de hectáreas quedan inutilizadas para toda producción alimentaria.

El Primer Mundo se lleva mal con su propia megaminería porque exhibe sus cicatrices irremediables. Bingham Canyon, perteneciente a la Kennecott, comprada después por Río Tinto, estropeó 120 km2 de acuíferos y dejó sin agua potable a miles de hogares vecinos de Salt Lake City, y no se quiera ver la fauna exterminada.

En EEUU, hay agencias federales como la EPA (Environmental Protection Agency) o el Department of Interior Fish and Wildlife Service, cuya burocracia técnica estable persigue estas prácticas con mayor o menor énfasis. Al final de un largo camino judicial, las posibilidades son tres: a) la compañía negocia resarcimientos, b) el Estado carga los costos de reconectar municipalidades a otras fuentes remotas de agua, c) los vecinos se mudan. Qué suerte para las megamineras que existe el Tercer Mundo. Aquí todo es más fácil.