La distorsión del espejo japonés

Por Daniel E. Arias. En U-238 Marzo 2013

 

Cuando en Alemania la energía nuclear parecía resurgir como una opción válida, aunque con reservas, los hechos de Fukushima echaron por tierra esa opción. Temerosos de lo que la imagen que le devolvía el espejo de Japón —a pesar de las diferencias sustanciales entre ambos países— Angela Merkel apuró el proceso de cierre de las plantas nucleares. Ahora, el futuro energético alemán es incierto, apenas se sostiene a través de la importación y de la producción por fuentes renovables.

 

En 2010 un informe prospectivo sobre el futuro nuclear alemán del Instituto de Investigación sobre la Energía, Jülich Forschungszentrum, se ilusionaba con un módico renacimiento de esa otrora robusta rama de la tecnología germana. Sería un reverdecer basado no en la construcción de nuevas unidades, sino en la voluntad de las patronales industriales y de la coalición de centroderecha gobernante de retrasar hasta 12 años y más el cierre total y decomisión de las 17 centrales existentes.

Ése era el programa explícito de Angela Merkel, ya que esas plantas proveían casi el 23% del consumo eléctrico alemán. Así las cosas, eran contadas las cabezas germanas influyentes dispuestas a creer que casi una cuarta parte de la oferta “de base” del sexto consumidor eléctrico mundial pudiera reemplazarse con un aumento furioso de instalación de fuentes energéticas renovables.

El lado antipático de la energía renovable es su intratable intermitencia. Aún techando Alemania de paneles fotovoltaicos y alfombrándola de turbinas eólicas terrestres y off shore, es conocida la indisciplinada fama del viento de soplar cuando quiere y la manía del sol de ocultarse de noche o de no brillar suficiente cuando está nublado, que en Alemania es casi siempre.

Por ley anterior, el cierre de la última planta nuclear alemana en operaciones (probablemente Neckarwestheim 2, en línea desde 1989) debía suceder en 2022. Ese consenso, de épocas del canciller Schröder, hacía forzoso el cierre de 17 plantas que, construidas para durar 30 años en línea, ya van para viejas. Con rigor implacable, las autoridades las cerrarían tres años después de que cumplieran su vida planificada. La ley anterior volvía obligatorio lo ya obligatorio.

Lo que querían Merkel y sus aliados era apresurarse muy despacio, estirar el último cierre hasta 2036, con la intención in pectore de que un nuevo gobierno conservador pudiera ir un poco más lejos y plantear el relicenciamiento de algunas unidades.

En el informe del instituto Jülich seguía un análisis de posiciones de los partidos políticos, de fuentes favoritas de la industria, de las preferencias muy distintas de la población, y no quedaban muchas opciones. El alemán tipo es visceralmente antinuclear cuanto más de izquierda sea, pero también se opone al carbón, al petróleo y al gas natural. Además, es enemigo del efecto invernadero y no sabe de apagones; antes que eso volvería al carbón si se lo convence de que se puede encerrar C02 en cavernas subterráneas, las cuales, en Alemania, vienen sin fracturas ni pérdidas. Y el alemán tipo es consecuente: a fuerza de eficiencia y ahorro, bajó más de un 10% sus emisiones de C02 desde 1990 a 2006. Eso sin haber entrado en recesión.

Lo novedoso es que, si se le ofrecía una opción creíble como repositorio final de los combustibles quemados (reabrir las cavernas de sal de Gorleben), los alemanes se manifestaban en un 61% a favor de seguir adelante con la energía nuclear. Todo un progreso, porque desde la década del 80 los antinucleares venían tratando de frenar Gorleben. Cuando lo lograron, dijeron: “Ahora hay que cerrar las centrales. Esta industria no sabe qué hacer con sus desechos”. Curioso modo de tener razón.

Pero el argumento agonizaba. El inmenso progreso nuclear de China y de Corea del Sur, el dominio francés del mercado mundial a través de Areva y el discreto renacimiento estadounidense exasperó a los industriales germanos. De hecho Siemens conservó, en los momentos más duros de la “átomofobia” nacional posteriores a Chernobyl, acciones en Areva y suficiente personal en las obras de la firma francesa como para no quedarse enteramente sin ingenieros nucleares.

En 2010, el 48% de los alemanes estaba, por primera vez en dos décadas, dispuesto a considerar el remozamiento de las centrales “cumplidas” y su vuelta a servicio por el tiempo que hiciera falta como “fuente de transición”.

A la luz de todo ello, en 2010 los firmantes de dicho estudio, Jürgen Hake, Wolfgang Fischer, Jürgen Kupitz y Diana Schumann, consideraban que la opción nuclear en Alemania no estaba cerrada. Un año más tarde, sucesos tectónicos ocurridos en las antípodas de Alemania destruyeron esa tenue ilusión.

 

Tango japonés, muy cuerpo a cuerpo

Sucedido el desastre nuclear de Fukushima, en el que 140 mil japoneses perdieron sus domicilios por evacuación y ninguno su vida por causas radiológicas, la vacilante aceptación germana del átomo murió de golpe.

En un punto, las culturas productivas de Japón y Alemania coinciden: ambas admiran la disciplina, el orden, la innovación y la tecnología fina, ésa que no se puede copiar a bajo precio en China o en el Sudeste asiático, porque tiene demasiado know-how y calidad infusos. Ambos países funcionan uno como espejo del otro.

Cuando en 2011 Alemania se vio en el espejo nuclear de Japón se espantó, aunque no se detuvo a pensar que el espejo mentía. Alemania es geológicamente aburrida, mientras que Japón tiene 30 mil terremotos por año, de los cuales 9 son severos. El de Töhoku del 11 de marzo de 2011 llegó al 9,03 de la escala Richter, mató a 18.051 japoneses, fue el peor de la historia nipona y el segundo peor de la historia mundial desde 1900, cuando empieza la sismología científica. Un suceso así es geológicamente imposible en Alemania.

El tsunami que embistió la isla de Honshu llegó a los 40 metros de altura y penetró tierra adentro hasta 10 kilómetros. Mal lugar, Japón, para tener centrales nucleares separadas del mar por terraplenes petisos, con los sistemas de back-up eléctrico absurdamente ubicados en la zona más baja y los piletones de enfriamiento de combustibles gastados en la azotea, el lugar de máxima vibración, donde una rajadura los puede vaciar y dejar en seco. Lector, no busque centrales así en Alemania: no las hay.

Por otra parte, la respuesta cultural de ambos países frente a su derrota en la Segunda Guerra Mundial y su ocupación posterior fue distinta. Mientras que Alemania se negó a comprar centrales nucleares estadounidenses “llave en mano”, al menor precio posible, Japón sí lo hizo y lo pagó duramente. El GE-Mk1 era un experimento invendible: fuera de Estados Unidos, sólo lo compraron España y Japón. En Argentina la CNEA lo rechazó a carpeta cerrada. Allí, en Fukushima, costó tres meltdown y el incendio de un piletón de combustibles gastados.

Alemania se dijo: “Si pasó en Japón, ese otro reino de la perfección técnica, puede pasarnos a nosotros”. Pero el espejo probablemente miente. La primera camada de centrales alemanas de menos de mil megavatios por pieza, de 1969, ya está retirada desde hace tiempo. Los 17 reactores presurizados (PWR) y de agua hirviente (BWR) que quedaron —ingresados a servicio entre 1975 y 1989— son aparatos más evolucionados, de diseño propio, muy conservador, incomparablemente mejores que el GE-Mk1 y con un desempeño casi libre de novedades.

Pero días después del desastre japonés, Angela Merkel captó el cambio de humor de sus votantes y se puso a la cabeza del latigazo antinuclear local: el 14 de marzo el ministro de Medio Ambiente, Norbert Röttgen, le sacó tarjeta roja a Biblis A y B, Brunsbuettel, Isar 1, Kruemmel, Neckarweinstein 1, Phillipsburg 1 y Unterweser, las ocho plantas más veteranas del sistema. El público no quiere saber nada de tener abiertas las 9 restantes hasta 2022 y ha salido a manifestar a las calles.

Así, la tajada nuclear en la torta energética alemana bajó del 22,4% en 2010 a 17,7% en 2011, y todo indica que seguirá cayendo. ¿Qué la sustituirá? Laboralmente, el sector atómico empleaba a 370 mil personas, pero el campo renovable copa la parada. El físico estadounidense y antinuclearista Amory Lovins celebró la decisión de Merkel de volver el eje energético alemán de lo nuclear a las energías renovables, con el apoyo de 3 de cada 4 alemanes, sin oposición de otros partidos políticos.

Avory tiene razón mientras la tenga. Las patronales alemanas anuncian apagones: no han sucedido aún porque el parque de generación germano es sencillamente sobredimensionado, además de diversificado. Merkel añade: “No queremos sólo renunciar a lo nuclear para 2022, sino bajar nuestras emisiones de C02 en un 40% y aumentar nuestro parque renovable del 17% actual a un 35% en 2022”. Pero es fácil apostar simultáneamente a rojas y blancas, y arrojar cifras al aire: nominalmente, Alemania tiene el 17% de su parque instalado movido a viento. También tiene tan poco viento que ese parque produce el 3% del consumo eléctrico y a precios de fantasía.

¿Brillarán los LEDS cuando se llegue al 6%? Las asociaciones industriales alemanas se preguntan por la confiabilidad del sistema energético. Un gran factor de penetración de fuentes inconstantes en un circuito eléctrico diverso causa inestabilidad. De los grandes apagones anunciados por las patronales, todavía no pasó nada. De la dependencia agónica de importaciones eléctricas (desde Polonia generadas a carbón y desde Francia, paradójicamente, de electricidad nuclear), todavía tampoco. Sí es claro que en 2011 Alemania exportaba a sus vecinos 17,7 terawatios/hora, y cerró 2011 vendiendo 5, menos de un tercio. Pero el rumbo es inquietante.

Lovins subraya un nuevo concepto de “electricidad de base”. Para él, si millones de hogares techados con placas fotovoltaicas y miles de molinos en toda la superficie alemana trabajan mancomunadamente por Internet, pasándose la posta online, emerge una nueva electricidad de base. Con los proveedores de viento y sol tan repartidos e Internet mediante, siempre habrá teravatios/hora en el sistema. En cambio, 17 grandes plantas nucleares sujetas a accidentes implanificables, irreductibles e intratables, son una opción “de base” menos confiable. Sería bueno que Lovins tuviera razón. Pero su primera hipótesis es un experimento matemático a confirmar, y lo segundo, una mentira.

El despliegue de fotovoltaicas en los techos alemanes superó el 36% el año pasado. La asociación patronal energético tecnológica ViK ya mide inestabilidades transitorias y “rampas de frecuencia” en la red alemana capaces, según ellos, de sacar a otros sistemas de línea y dejar provincias enteras a oscuras. El banco del gobierno entre tanto, pone precio al fulgurante pasaje a las fuentes inermitentes: 350 mil millones de dólares en la década entrante. ¿Seguirán mucho tiempo casados Frau Angela y el alemán tipo? Buena pregunta y fascinante experimento.

Continuará. O no.