Por Daniel E. Arias. En U-238 Febrero 14
La seguridad es un concepto tan complejo para el ámbito de la energía nuclear como constitutivo de sí mismo. A nivel local, Argentina cuenta con una vasta tradición en el campo de la seguridad nuclear, la cual ha quedado demostrada no sólo por el papel de técnicos y profesionales argentinos, referentes ineludibles a nivel internacional, sino también porque la seguridad ha sido, a pesar de las vicisitudes nacionales, un aspecto jamás negociable en ninguno de sus niveles, en la inevitable tensión de la relación entre lo público, lo técnico y lo político.
En términos de ingeniería atómica, la Argentina es como un paciente recién salido de terapia intensiva que se anota en las olimpíadas. Lo llamativo es que en la situación mundial de la energía nuclear post-Fukushima, que está mellando el crecimiento de otros competidores, puede aspirar razonablemente a volver a casa con un par de medallas.
Aquí, por el contrario, hay mucha obra en ejecución o en planes, y para la Autoridad Regulatoria Nuclear (ARN), organismo que hoy agrupa unos 400 expertos, se viene la mayor puesta a prueba de capacidades de su breve historia. Con cinco reactores a mirar, cada uno de ellos con su propia historia, la presión es particularmente fuerte para los 80 especialistas de la Gerencia de Licenciamiento y Control de Reactores de la ARN, dirigida por el doctor Rubén Navarro.
En realidad, la ARN atraviesa el mayor esfuerzo de licenciamiento de toda la historia nuclear argentina, incluido el período entre 1950 y 1997. Hasta el 97, cuando se fundó la ARN como ente autárquico, las auditorías de seguridad de la CNEA eran dobles y cruzadas, pero internas: las hacían por separado y con distintas metodologías, elencos y herramientas, la Gerencia de Radioprotección por un lado, y el Comité de Licenciamiento, o CALIN por otro.
La vigilancia resultante, empero, era muy severa, y los resultados siempre fueron buenos.
Cosas para no olvidar
Para remitirse a las pruebas, en 1986, el ingeniero Rodolfo Touzet, del CALIN, hizo público que Atucha I, hasta entonces una de las centrales con mayor factor de disponibilidad del mundo (casi 92%), estaba salteando sus paradas obligatorias de mantenimiento porque el Ministerio de Hacienda le retaceaba el dinero para adquirir repuestos. En semejante año (el de Chernobyl) esto creó una alarma mediática garantizada: ¿se estaba creando un problema de seguridad?
La respuesta a la corta fue que no. Sí, en cambio, se cocinaban problemas de disponibilidad. Pero la respuesta a la larga es “sí”, y eso es justamente lo que quería impedir Touzet: la degradación de la “cultura nuclear”, una obsesión por la excelencia que sólo se compara a la de la industria espacial, y que no se puede explicar sin anécdotas.
En 1986, el doctor Abel González, por entonces director de ENACE (Empresa Nuclear de Arquitectura de Centrales, firma ya extinta), me explicaba que si los pasillos de las oficinas de Atucha no estaban relucientes, con los años eso terminaba generando el ambiente en el que suceden los accidentes nucleares. En 1998, mientras se grababa para la TV la lenta, cautelosa entrada al edificio del recipiente de Atucha II, el finado —y lamentado— ingeniero Aníbal Núñez me distrajo para hacerme ver las ladrilletas que recubrían una pared del edificio de Atucha I. Era alta como un edificio de 9 pisos, pero desde el suelo al parapeto de la azotea las tomas formaban líneas perfectamente rectas. Y estamos hablando de estética, no de seguridad.
La CNEA sigue asombrándome. Construyó y defiende su cultura de seguridad nuclear desde o hasta lo aparentemente nimio. Las malas prácticas de mantenimiento podrán tolerarse en otros ámbitos, pero no en el atómico. Y menos en el argentino, donde el mensaje de “somos buenos” hay que decírselo no sólo al resto del incrédulo mundo, sino —y cuesta el triple— a los propios y desconfiados conciudadanos, hartos de ineficiencia y desmanejos en casi todo servicio público.
Entre 1986 y 1988, la vieja SEGBA, proveedora de electricidad del AMBA, dejó que su parque térmico se cayera literalmente a pedazos sin protestar, hasta que tuvo que ir sacando de servicio las vetustas centrales metropolitanas a fuel-oil, lo que desencadenó el inevitable programa de cortes diarios de ocho horas en la región más poblada e industrial del país. La pesadilla duró desde mediados de 1987 a fines de 1988.
Pero la obediencia debida es inadmisible en el ambiente atómico. A fuerza de batir el parche y arriesgar el cuello, el CALIN y la presidenta de la CNEA, la doctora Emma Pérez Ferreryra, forzaron el “stop” de Atucha I para mantenimiento en agosto de 1987. A esa altura, la lista de reparaciones era kilométrica y se necesitaron nueve meses para devolver la máquina a servicio. Durante ese período, los aprietes para impedir las paradas programadas de Embalse fueron inimaginables. Se los enfrentó a cara de perro.
Para poner las cosas en su marco, todo esto venía precedido de una política energética cuyos hitos memorables, por citar sólo cuatro, fueron la pérdida de la autonomía en hidrocarburos y la concesión de áreas ricas, ya exploradas por YPF a las multinacionales, la decisión de apostar todo a la hidroelectricidad (16.000 millones de dólares invertidos entre 1983 y 1989, mayormente devorados por el “agujero negro” de Yacyretá). Pero la frutilla de la torta fue paralizar las obras de Atucha II.
El colapso de SEGBA se combinó fatalmente con los desvaríos del clima. Éste desacató las instrucciones de la Secretaría de Energía, que había decretado la imposibilidad de que sequías simultáneas castigaran las dos grandes cuencas hidroeléctricas nacionales (entonces los ríos Uruguay y Limay, tan distantes entre sí). Pero sucedió exactamente eso, y quedaron sin agua usinas tan imprescindibles como Salto Grande y la cadena de embalses del Chocón. La Reina del Plata vivía cortes diarios programados de 8 horas, amén de los no programados (sin límite). Y del conurbano, ni hablar.
Durante los años que antecedieron al infierno 1987-1988, el entonces llamado Sistema Eléctrico Nacional (SIN) se había colgado sobre el vacío de sus dos despellejadas manos nucleares, Atucha I y Embalse, que con apenas el 9% de la potencia instalada nacional llegaron a suplir el 22% de los MW/hora generados. Lo irónico del asunto es que, de haber entrado Atucha II en línea en tiempo y forma, esta única central le habría dado al presidente Raúl Alfonsín un último par de años de mandato libre de aquellos mega-apagones que tanto dinamitaron su autoridad. El resto es historia.
Para tampoco olvidar
En 1989 un canal refrigerante de Atucha I se rompió y la central se apagó sola, según diseño: si se recalienta el moderador por encima de los 180 grados, se detiene la reacción en cadena, quieras que no, por falta de neutrones. Es un rasgo precoz de lo que hoy se llama “seguridad inherente”.
Para la Siemens KWU, fue la oportunidad de ofrecernos una “cirugía a cielo abierto” de la central, que sacaría de juego la planta casi un año, y costaría la mitad de su precio cuando nueva. Urgida por su propio ahogo presupuestario y por la crisis eléctrica general, la CNEA —nuevamente, un saludo para la firmeza de Emma Pérez Ferreyra— juntó cabezas con INVAP y TECHINT y desarrolló herramientas telecomandadas. Tenían la precisión de maniobra y corte de un bisturí, pero la fuerza de cierre de una morsa hidráulica y cabían en penetraciones de 12 centímetros de diámetro.
Con los operadores protegidos por barricadas de plomo, y bajo el control visual de cámaras de TV que, a 9 metros de distancia soportaban un rato el ambiente radiológicamente brutal de los internos del reactor y luego se freían, se limpió y reconstruyó el circuito primario de Atucha I, eliminando todo fragmento macroscópico de combustible y chapas rotas. En pocos meses se terminó el equivalente histórico de la primera cirugía endoluminal de una central nuclear, y a 17 millones de dólares. Fue la diferencia entre un by-pass y ponerse un stent en una obstrucción coronaria no complicada: es más barato, se sale caminando y el resultado a largo plazo es clínicamente equivalente.
Todo esto se hizo bajo la doble mirada de halcón de ambos organismos de radioprotección y licenciamiento internos de la CNEA, pero sumando la auditoría constante del Comité de Radioprotección (CRP) del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA), el cual terminó felicitando a la Argentina por el ingenio del abordaje y la excelencia del trabajo.
No bastó. A la hora de que Atucha volviera al ruedo, algún decepcionado sin cobrar vaticinó un Chernobyl en Lima, ayudado por una ONG muy fuerte en Alemania, cuyo core business es pronosticar “Chernobyles”. El ingenioso Jorge Lanata, entonces dueño de Página 12, exhibió en tapa la foto de Atucha con el título “La arreglamos con un alambre”: duplicó tirada. Y el Poder Ejecutivo de Uruguay le debe haber creído: se mudó discreta y brevemente a Paysandú, en el norte de ese país, por si las moscas.
Quince años más tarde, la pequeña central bonaerense sigue en marcha normal. En ocasión de sus paradas programadas, fue repotenciada —iniciativa criolla— con ligeros y sucesivos enriquecimientos de combustible desde sus 320 MW originales a 335, y de ahí a 341. Hoy bajo licencia de la ARN, podrá seguir así cuatro años más, hasta 2017.
Tras estos enfrentamientos de un organismo técnico del Estado con su administración política, Emma (la manera en que se la recuerda) finalizó su mandato en 1989 con su prestigio intacto. Hoy, el ingeniero Rodolfo Touzet es una eminencia internacional y docente en el post-grado de Seguridad Radiológica en la ARN, así como en Medicina Nuclear en el Instituto Dan Beninson.
Vuelvo a citar al doctor Abel González, discípulo de Beninson, el que no toleraba una colilla de cigarrillo en los pasillos de una central. Ya a fines de los años 80, estos dos argentinos dirigieron alternativamente los máximos organismos mundiales de radioprotección: el Comité Científico de las Naciones Unidas para el Estudio de los Efectos de la Radiación Atómica (UNSCEAR, su sigla inglesa) y el mentado CRP de OIEA. Eso, por sólo mencionar dos de sus muchos cargos como autoridades globales de protección radiológica y licenciamiento.
Si la CNEA se obstinaba en respetar el calendario de paradas de inspección y mantenimiento de las centrales atómicas en medio de una crisis eléctrica nacional, no es porque fuera un Estado dentro del Estado. Sus funcionarios de radioseguridad y licenciamiento defendían razones de Estado más profundas, enraizadas en la ética, la ciencia… amén de tratados internacionales con valor de ley máxima que a ningún país le conviene ignorar.
Únicamente en Canadá hubo un choque tan frontal y público de una autoridad regulatoria nuclear con el establishment político, y terminó con descabezamientos del ente regulador, pero a la larga perdió el establishment (ver recuadro).
La “cultura CNEA” fue buena siempre. Desde 1950 al día de hoy, la Argentina tuvo una sola muerte debida a un accidente nuclear en una instalación atómica: en 1983, un técnico en el reactor RA-2 del Centro Atómico Constituyentes. Una muerte en el “debe” contra centenares de miles de vidas en el “haber”, salvadas de un infarto o de un tumor por la medicina nuclear. En comparación, el tránsito vehicular mata rutinariamente 21 argentinos por día.
Sin embargo, la mera efectividad regulatoria no es un buen argumento. Lo resume Navarro. “Antes dependíamos de gigantes como Beninson, González, Zajarov… Ahora funcionamos sobre la base de centenares de personas más comunes, pero con total autonomía. La severidad es la misma, pero el encuadre autárquico de la ARN es mejor”.
La creación de ese organismo fue quizás el único aporte del gobierno del presidente Carlos Menem al programa nuclear argentino, el cual a duras penas logró sobrevivir a su doble mandato. Pero esa pesadilla también pasó, la CNEA sigue en pie, y goza de una vitalidad insospechada. Ni siquiera en los tiempos rumbosos del contraalmirante Eduardo Castro Madero hubo tantos proyectos simultáneos para revisar con la lupa grande, pero además tan distintos entre sí. En suma, que la ARN, donde por definición de oficio nunca reinó la tranquilidad, hoy está “hasta las manos”.
El pentatlón que encara la ARN incluye:
- El mencionado CAREM, primera central chica de refrigeración convectiva del mundo.
- La puesta en marcha de Atucha II.
- La decisión de qué hacer con Atucha I después de 2017.
- La extensión de vida útil de Embalse por hasta 25 años de calendario, y su repotenciación en al menos 50 megavatios.
- Los pliegos de licitación de la cuarta central, a comprarse a (llenar los espacios en blanco)… ¿Canadá? ¿Corea del sur? ¿Rusia? ¿China? Estamos hablando de 1000 a 1500 megavatios, con una tecnología que sabemos casi “de memoria” (si la respuesta es Canadá) o resueltamente ajena (todas las otras).
Lo dicho: el programa nuclear sale de terapia intensiva y se anota en las Olimpíadas. Va una revista caso por caso.
El enigma llamado CAREM
Algunos proyectos, como el del reactor compacto CAREM, son tan novedosos que hay que inventar su proceso de licenciamiento de punta a punta, porque el reactor es esencialmente nuevo. No existe nada similar en el mundo, aunque proyectos casi clonados de su ingeniería básica (el IRIS de la Westinghouse, el SMART coreano) muestran que está siendo copiado a todo trapo debido a casi treinta imperdonables años de vacilaciones argentinas en construirlo.
En la competencia por llegar primero a un reactor de refrigeración natural, la ARN se obliga doblemente a aplicar el viejo adagio romano: “festina lente” (apúrate lentamente): a la larga valdrá más tener la planta más segura en esa categoría que la primera. Dicho lo cual, si no llegamos primero estamos “en el horno”, en términos de marketing.
Pero el trabajo de la ARN es testear con múltiples herramientas de cálculo y modelos físicos toda la lenta génesis de esa planta. Por ahora lo único licenciado es el emplazamiento, una excavación contigua a las Atuchas. Se viene el licenciamiento de los componentes críticos, como el recipiente de presión y los generadores de vapor, y en algún momento habrá una obra a licenciar y, en otro momento, una meticulosa puesta en marcha. Es un trabajo que precede y acompaña la obra física, y aturde a fuerza de detalles, pero deja el aliciente de que la literatura que se irá generando con la construcción terminará siendo un argumento decisivo a la hora de exportar, cuando suceda.
Quien escribe esto tiene 60 años, 26 de los cuales dedicó a promover (casi sin esperanzas) este proyecto, hoy en marcha, aunque en términos físicos hoy lo único fotografiable sea un agujero estabilizado por cemento. Quien escribe esto se daría por feliz, como argentino, de llegar a ver entrar en línea el CAREM formoseño, de 250 MW. No es imposible que lo vea.
Atucha II, esclava de su historia
De los 80 licenciadores “reactoristas” de la ARN, 25 siguen al detalle los eventos de la puesta en marcha de esta central. La historia se sabe: desde 1982 la obra tuvo sus primeros atrasos presupuestarios, y con la connivencia de 9 presidentes argentinos (uno de ellos militar, Bignone) la situación de obra hasta 2006 fue una sucesión de breves arranques y larguísimas hibernaciones. Los gastos improductivos de estoqueo de componentes y renegociación de contratos ya probablemente triplicaron el costo original. Entre tanto, el proveedor (Siemens, comprador de KWU) desaparecía del mapamundi nuclear en uno de los tantos brotes de ecologismo integrista que aquejan a Alemania, su socio francés, Areva, nos hizo saber que consideraba aquella obra parada en la Pampa Ondulada argentina, “un peludo de regalo” germano, con el que no quería tener nada que ver, merci, au revoirs.
Nucleoeléctrica tuvo que encarar la terminación muy a solas, tras reconstruir la literatura, que con los años se había dispersado y tenía baches. Pero de este tipo de HPWR con recipiente de presión el país “sabe bocha”. Atucha II, en última instancia, es un clon mejorado y agrandado de Atucha I y ésta es un prototipo. A fuerza de repararla, mejorarla y repotenciarla sin ayuda externa, a “la I” ya la conocemos como si la hubiéramos inventado aquí.
Si el factor de disponibilidad de Atucha II sigue la curva de su noble antecesora, estará fabricando casi la misma cantidad de electricidad anual que la hidroeléctrica de Salto Grande y algo menos de la mitad de la de Yacyretá, pero sin compartir un kilovatio/hora con países limítrofes y sin darle un dólar a los Emiratos. Fundamentalmente, el combustible de esta central lo fabrican argentinos, llueva o no llueva. Atucha II será un gran espanta-apagones durante las próximas 10 o más presidencias nacionales. Futuros presidentes, a no olvidarlo.
En estos días, Atucha II está en prueba caliente a presión “de diseño” (180 atmósferas, con 300 metros cúbicos de agua liviana). Se dejan pasar 19 días con esa sobrepresurización intencional en el primario para ver si aparecen goteos o pérdidas, y entre tanto se comprueba que los acoples y desacoples de los sistemas de seguridad y control soporten bien la paliza (la presión de trabajo normal estaría en 114 atmósferas, que es menos, pero no poco). Luego de vaciar el primario, se lo barrerá 2 semanas con gas inerte, y recién entonces se cargará D20 (agua pesada) para empezar el lento y pausado licenciamiento de la puesta en marcha. A 500 dólares el litro, sólo el inventario de D20 de Atucha vale 150 millones de “verdes”.
¿Y qué haremos con Atucha I?
Cuando se compró Atucha I, las herramientas de cálculo de entonces (muy básicas frente a las de hoy) indicaban una vida útil de 32 años a plena potencia, lo que en años-calendario es bastante más: la ARN licencia esta máquina hasta 2017. Pero con mejores herramientas de cálculo y tras muchos ensayos físicos no destructivos y una auditoría externa por CCK (firma belga especialista en materiales sometidos a neutrones), NASA concluyó que el componente crítico por excelencia, el recipiente de presión, sufrió muy poca fragilización, y que está localizada sólo en “la cintura”, la parte de la vasija a menor distancia del núcleo.
No es un misterio: esta pieza de 470 toneladas de acero al níquel-cromo-molibdeno, con paredes de 22 centímetros. de grosor está sobredimensionada. En 1967, cuando se firmaron los papeles, era la primera vez que KWU recibía un pedido de exportación por una HPWR, y los alemanes, cuando quieren mostrar al mundo cosas durables, no ahorran. Por lo demás, un núcleo de uranio natural es más voluminoso, pero radiológicamente más “frío” que uno de enriquecido, y daña menos el acero.
La fragilización puede eliminarse “recociendo” el recipiente, llenándolo de agua a 550 grados por un tiempo prolongado. En algunas centrales estadounidenses esto permitió aumentos licenciados de vida útil de 30 a 60 e incluso 80 años. A la hora de pedir, NASA estima que, “tras meterle mano”, la central podría funcionar sin riesgos 1,5 veces su vida útil inicial, es decir, el equivalente de 48 años (no calendarios, sino a plena potencia continua).
La ARN cumple su función de abogado del diablo y objeta que primero habría que eliminar toda la basura “micro” que no se pudo limpiar con la “cirugía endoluminal” de 1989, y que complica radiológicamente el primario. Además, exigiría cambios de instrumentación y de cableado muy difíciles de hacer, en zonas “calientes” de la planta. No serían baratos. ¿Valdrá la pena? Hay especialistas de la ARN creando herramientas de cálculo independientes de las usadas por NASA, para cruzar datos.
Habrá que hacer muchas cuentas.
El “revamping” de Embalse
La experiencia canadiense e internacional de AECL indica que las plantas CANDU exceden largamente su licenciamiento inicial de 210 mil horas a plena carga. La ARN autorizó que llegue a 225 mil horas a menor potencia (83%) hasta julio del año que viene.
Pero tras una revisión a fondo de la máquina, se viene el trabajo fuerte: el recambio de tubos de presión y generadores de vapor, más actualizaciones de instrumentación y control. La extensión de vida útil de las CANDU es una pregunta abierta. En Canadá, las obras de este tipo nunca se terminaron en tiempo y forma, lo que después malogra uno de los grandes atractivos de los CANDU, su alto factor de capacidad (rutinariamente cercano al 90%). Los atrasos de obra lo pueden hacer caer al 60%.
Ya están hechos 4 grandes contratos con los canadienses por 1600 millones de dólares. Si CANDU Energy cumple con los tiempos, Embalse estará parada al menos dos años, pero lo tentador es que luego la planta quedaría licenciada para 25 años más de operación a full, lo que equivale a 30 años-calendario, y con una repotenciación considerable: se ganan 50 nuevos MW, un 6% sobre la potencia actual eléctrica bruta de 648 MW. Además, mucha de la plata en juego no sale del país: los tubos de presión los hacen CNEA (los está laminando la PPFAE en Ezeiza) junto con CONUAR, quien también se encarga de los tubos de Calandria, los complejos End-fittings y sus componentes internos, los Feeders (se fabrican en una planta especialmente instalada por CONUAR en el predio de la Central de Embalse) y los tubos de inconel para los intercambiadores de calor, que se están haciendo en IMPSA.
El no tan sencillo RA-10
Diseñado y construido por INVAP, el hoy considerado mejor reactor multifunción del mundo, el OPAL de Australia, de pileta abierta y 20 MW de potencia; uno pensaría que la ARN no tendrá problemas nuevos para hacer un “OPALÓN” en Argentina, el RA-10, con 30 MW. El reactor en Sydney pasó el doble escrutinio de la ARN argentina y luego de su equivalente australiano, ARPANSA, anda “joya”, y volvió a Australia de un país con autoabastecimiento a exportador de tecnecio-99m, con el 5% del mercado mundial. El RA-10 le permitiría a la Argentina capturar el 20%, una obra que paga los 350 millones de dólares de su construcción en 7 meses de operación, y luego tendrá al menos 40 años de licenciamiento para ganar plata.
Pero el RA-10 tiene “opcionales” que el OPAL no: un “loop” de 100 atmósferas para testear combustibles de otros reactores, por mencionar el principal. De modo que la ARN tiene trabajo nuevo y complejo por delante.
De la cuarta central grande no hablo: la información cambia constantemente. Cuando se firmen papeles y se pague plata, habrá tema.
En suma, en la ARN tienen 5 reactores distintos a licenciar. Como dicen en Sydney: “You have a full plate, mate”
Cuando el Estado es desafiado por el Estado
La industria nuclear actual, tras Chernobyl y Fukushima, no resistiría un tercer accidente INES 7, punto. Es para tener en cuenta cuando una autoridad regulatoria se enfrenta con los estamentos políticos del Estado.
La Argentina de 1986, 1987 y 1988 no fue el único país que vivió tales enfrentamientos. El más épico tal vez haya ocurrido entre 2007 y 2009, cuando la Comisión de Seguridad Nuclear de Canadá (CNSC) paró repetidamente por objeciones de seguridad el reactor NRU en Chalk River, que producía dos tercios del tecnecio-99m consumido en el mundo.
El Te 99m es el principal radioisótopo de diagnóstico nuclear por imagen. Como el producido por el NRU servía a 5 millones de pacientes en 80 países, las paradas obligatorias de este viejísimo reactor desataron una ola de desabastecimiento mundial que hoy continúa en casi todo el hemisferio Norte. A precios dólar estadounidense actualizados “grosso modo”, solamente en tecnecio el NRU estaba exportando 2000 millones por año. También producía cobalto 60 –por suerte más abundante y almacenable- para la radioterapia de 15 millones de pacientes.
Tras fracasar repetidamente en “restartear” el NRU mediante legislación acuñada entre gallos y medianoche, las dos cámaras del Legislativo canadiense y el primer ministro Stephen Harper pidieron repetidamente la cabeza de Linda Keen, presidenta de la CNSC. Y les costó lo suyo conseguirla, pero la obtuvieron.
Aún sin Keen al mando, pero con su mismo espíritu, la CNSC “tuvo el desparpajo” de ordenar el cierre de los dos reactores MAPLE diseñados para reemplazar el NRU y copar el 200% del mercado mundial de tecnecio existente. Los MAPLE iban a duplicar el tamaño del mercado de medicina nuclear, y a destruir por “blietzkrieg” toda posible competencia holandesa, sudafricana, australiana, argentina y siguen las firmas.
Los MAPLE, según reclamos judiciales de la propietaria Nordion, costaron 365 millones de dólares. La cuenta real debe ser mucho mayor: son fierros complicadísimos.
Pero la Comisión de Energía Atómica de Canadá (AECL), con 29 centrales construídas y clientes en Argentina, Corea, China, la India, Rumania y Pakistán, tiene demasiado prestigio nacional e internacional en juego. Pasarle por encima a la CNC y darle luz verde a Nordion la hubiera desacreditado ante el mercado mundial.
Como tales, los MAPLE tienen un débil “coeficiente de reactividad positiva”, lo que en buen romance significa que en lugar de apagarse solos ante la falta de un suministro de energía externo, tienen más bien una ligera tendencia a no apagarse, lo que permitiría creer que pueden hacer “rampas de potencia” por su cuenta. Más cortito: salirse de control.
Para certificar “el pulgar bajado” contra el MAPLE, AECL contrató la auditoría externa de la firma más prestigiosa en reactores de producción de radioisótopos, la argentina INVAP. El informe de la empresa rionegrina confirmó el “sincericidio” de la AECL, pero también la probidad de esa empresa, y la de la CNC. En el mundillo nuclear, perder prestigio sale más plata que perder meramente plata.
Estimado Daniel, nos conocimos cuando yo trabajaba en INVAP y me desempañaba como Director por el Personal. Me dio gusto leer tu artículo. Una sola observación, la AR argentina no licencia emplazamientos. Te sugiero que consultes con ese organismo sobre el alcance de la Licencia para el CAREM. Igual repito, que me gustó mucho el artículo y me permitió revivir cosas pasadas. Creo que junto con lo que escribe Orstein es de lo mejor que he tenido oportunidad de leer en el ambiente. Un afectuoso saludo, Pepe Boado