Por Sebastián Scigliano. En U-238 Marzo 14
En plena ocupación alemana de Dinamarca, en 1941, se produjo uno de los cónclaves científicos más célebres de la historia: Werner Heisemberg, emblema de las investigaciones científicas nucleares del nazismo, visitó a Niels Bohr, su maestro danés, figura central de la física de la primera mitad del siglo XX. Nunca quedó claro el verdadero motivo de aquella visita. Las conjeturas que sobre él se hicieron son la base de Copenhague, la obra de teatro del inglés Michael Frayn, una de las más lúcidas reflexiones sobre los límites entre investigación científica y compromiso ético.
Por estos días Heisemberg es, al menos para el mundo de los fanáticos de las series de televisión, el nombre de guerra del antihéroe más errático que haya dado la TV: Walter White. El oscuro profesor de química que se convierte en la leyenda de las metaanfetaminas en el universo de Breaking Bad adopta, aparentemente por azar y en el apuro, ese alias para el lado B de su doble vida pueblerina. Sin embargo, y no tan casualmente, si en el pequeño mundo de WW y sus parientes, colaboradores, amigos y enemigos el bien y el mal caminan por el hilo fino de la indeterminación y mezclan formas y objetivos como si de una fórmula química se tratara, el dueño verdadero del nombre que oficia de seudónimo no les fue en zaga.
En efecto, el alias del bueno de Walter hace referencia al mítico físico alemán Werner Heisenberg, famoso por formular el principio de la incertidumbre, una contribución central para la física cuántica, pero también la base sobre la que se describe, desde la metáfora y desde entonces, a las personalidades más o menos erráticas. Tan erráticas como la de él mismo, que trabajó en Alemania durante todo el régimen nazi y cuyo encuentro secreto en Copenhague, Dinamarca, en 1941, con el no menos célebre Niels Bohr dio lugar a más de una controversia sobre la posibilidad real del Tercer Reich de desarrollar la bomba atómica. Entre muchas otras secuelas, ese encuentro es la excusa para una celebrada obra de teatro que lleva por nombre el de la ciudad del sigiloso mitin, Copenhague, cuya representación recorrió el mundo —tuvo una muy exitosa temporada en el Teatro General San Martín de Buenos Aires en 2002— y dio lugar también a una versión para televisión, producida por la BBC.
Lo que sabemos y lo que no
“Todos entienden de qué se trata la incertidumbre. O eso creen. Nadie entiende por qué fui a Copenhague. Lo he explicado una y otra vez. A Bohr mismo, y a Margarita. A los interrogadores, a los oficiales de inteligencia, a periodistas, historiadores. Cuanto más lo explicaba más incierto resultaba. Bueno, con mucho gusto haré un nuevo intento”, avisa, críptico, el propio Heisemberg al comienzo de la obra. La pieza del dramaturgo británico Michael Frayn se centra en una conversación imaginaria entre el físico alemán, Bohr, que había sido su maestro, y Margarita Bohr, la esposa del científico danés, una vez muertos los tres. Y como si fuera un misterio dentro del misterio, el nudo de la conversación es la pregunta acerca de los verdaderos motivos que llevaron a Heisemberg a visitar al matrimonio, en tiempos en que Dinamarca permanecía bajo ocupación nazi. En 1938, Heisemberg aceptó encabezar el intento alemán por obtener un arma atómica. De 1942 a 1945, dirigió el Instituto Max Planck de Berlín, y durante toda la Segunda Guerra trabajó con Otto Hahn, uno de los descubridores de la fisión nuclear, en un proyecto de reactor nuclear. Sin embargo, durante muchos años subsistió la duda acerca de si el proyecto de la bomba nuclear nazi fracasó por impericia de parte de sus integrantes o porque Heisenberg y sus colaboradores se dieron cuenta de lo que Hitler podría haber hecho con un poder de fuego semejante.
Por muchos años, los historiadores y los científicos discutieron sobre las actividades de Heisenberg durante el nazismo. En ese tiempo, frecuentó las cimas del poder y lideró investigaciones dedicadas a estudiar problemas vinculados al desarrollo de reactores nucleares, como la fabricación de armas atómicas. El gran misterio en torno al encuentro entre Heisenberg y Bohr es el siguiente: ¿Heisenberg buscaba un intercambio de ideas científicas con el genio danés o pretendía colaboración para el desarrollo de proyectos armamentísticos? Mediante el estudio de múltiples fuentes, Michael Frayn intentó reconstruir lo que tal vez sucedió en ese enigmático encuentro, aunque su eventual respuesta sea, ella misma, un enigma. Pero, además de las particularidades de esa reunión, del contexto y del peso específico que tienen los dos cerebros que ahí se juntan para la historia de la ciencia, lo que sobrevuela ese cielo cerrado de Copenhague es también uno de los debates centrales de la historia del desarrollo científico: ¿es posible pensar el camino de la ciencia separado del mundo, como una burbuja autónoma, cuyas consecuencias no deben ser tenidas en cuenta, más que para la formulación correcta de una teoría? ¿O, por el contrario, la historia de la ciencia va de la mano de la historia del mundo en el que se desarrolla, y entonces sus posibles derroteros tienen, además del impulso de la curiosidad, la obligación de medir sus consecuencias?
Acaso las respuestas a ese interrogante moral no tengan, siempre, la misma dirección, y haya que sopesar, cada vez, circunstancias y posibilidades. Sin ir más lejos, las propias derivaciones del principio de incertidumbre que el propio Heisemberg formuló llevan inevitablemente por ese camino. Como todo principio profundo de física avanzada, un halo de oscuridad y de dificultad envuelve su correcta comprensión. Incertidumbre y oscuridad tiñen también la escena perdida del encuentro de los dos buceadores de la física cuántica. Intriga respecto a aquel diálogo entre el tronar de las bombas. Intriga que los dos protagonistas del misterio nunca se preocuparon en aclarar públicamente.
Contar la historia
Pero lo que Frayn pretende no es tanto descubrir lo que pasó exactamente en ese encuentro o las verdaderas intenciones de Heisemberg, sino más bien de qué forma el modo de contar una historia, su perspectiva, los personajes que se pongan en foco y las relaciones que se establezcan pueden hacer de los hechos que la componen un conjunto de signos de uno u otro color. El hecho de que ese misterio se “resuelva” con sus protagonistas ya muertos cuando “ya nadie puede ser traicionado o herido”, como el personaje de Heisemberg dice, lo único que hace es reforzar esa idea de que, incluso en esas circunstancias, la verdad no es única y una sola, sino que más bien es el resultado del conflicto entre las distintas maneras de contarla.
De hecho, en la adaptación de la obra que la BBC hizo para la televisión, con Stephen Rea como Niels Bohr, Francesca Annis como su mujer Margrethe y Daniel Kraig como Heisemberg, esa atmósfera de incertidumbre se refuerza. Ninguno de los tres personajes que transitan por Copenhague y que se reúnen en la vieja casa de Bohr consiguen afirmarse en sus argumentos, y es la duda más que la certeza, la incertidumbre más que la verdad lo que domina las interacciones entre ellos. “Los árboles del parque. Los lugares amados. Nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos. Preservados, posiblemente, por aquel momento tan breve en Copenhage. Por algún acontecimiento que nunca va a ser localizado o definido del todo. Por ese último núcleo de incertidumbre que subyace en el corazón de todo lo que existe”, concluye Heisemberg, como único corolario posible para seguir adelante.
Sin embargo, y como una mueca que el destino le jugó a esa conversación, pocos años después, finalmente una bomba nuclear, pero con otra bandera por delante, iba a terminar con la guerra y con buena parte de las expectativas para hacer del planeta un lugar habitado humanamente. Como si aquello de que “el sueño de la razón produce monstruos”, que acompañaba el célebre grabado de Francisco de Goya, empujara a los acontecimientos a encontrar sus caminos más allá de las intenciones de quienes producen esa razón, más en el rol de marionetas de la historia que en el de sus verdaderos hacedores.
Las cartas de Bohr
Las interpretaciones sobre la conversación entre Heisemberg y Bohr son, centralmente, dos: la primera, que deja bien parado al alemán, es la de que el mensaje que veladamente quería dar a los aliados era que los nazis estaban cerca de producir la bomba. Si él mismo era el encargado de pasar esa noticia, posiblemente nadie le hubiera creído, por su eventual colaboración con el régimen. Pero si era Bohr quien daba el mensaje, víctima de la ocupación alemana de Dinamarca, entonces el alerta sería tomado por válido. La hipótesis se refuerza por el hecho de que muchos creen que el nazismo no tuvo nunca la bomba porque los científicos que, supuestamente, trabajaban para lograrlo no hicieron los “esfuerzos suficientes” para que eso fuera posible, sabedores del peligro que significaba el éxito de su misión para la humanidad. Escuchas secretas que se hicieron de Heisemberg y de sus colegas durante su reclusión post guerra en la campiña inglesa avalan esa teoría, e incluso desacreditan en parte a quienes sostienen que los científicos alemanes no consiguieron armar la bomba sencillamente porque no estaban capacitados para hacerlo.
La otra interpretación posible es la de que Heisemberg fue a persuadir a Bohr de colaborar con el grupo de científicos con el que él trabajaba para lograr, finalmente, el desarrollo de armamento nuclear, bajo la excusa de que los nazis ganarían la guerra indefectiblemente, y que no tenía sentido oponérseles por mucho tiempo más. Y la fuente más sólida para sostener esta segunda interpretación es el propio Bohr. Dentro del archivo que del cerebro danés se recopiló, se encontró una correspondencia de él hacia Heisemberg luego del encuentro de 1941, que en realidad es la reescritura de una misma carta que nunca llegó a enviarle. En ese manuscrito Bohr dice recordar con exactitud las palabras de su colega alemán respecto de que resultaba estúpido seguir resistiendo la avanzada nazi, y que entonces no tenía sentido no colaborar con sus desarrollos científicos. En el mismo texto Bohr interroga a Heisemberg acerca de quién le dio autorización del gobierno Alemán para entablar tán delicada conversación; la persecución de Heisemberg por parte de los propios servicios secretos alemanes después de aquella reunión parecen desmentir aquella eventual autorización, lo que deja sólo en las sinuosas explicaciones del científico alemán la razones reales de aquel célebre cónclave. “Tal vez sólo quería conversar”, le dice Bohr a su esposa en la obra. Tal vez sólo quería conversar.