Enriquecimiento: el futuro nos alcanzó

Por Daniel E. Arias. En U-238 Septiembre 13

Que la Argentina proyecte la construcción de una central de uranio enriquecido, lejos de ser una sorpresa, debería ser entendido como una consecuencia lógica de un hecho a esta altura insoslayable: el uranio hace tiempo que forma parte de la historia nuclear local y ha sido un factor determinante a la hora de decidir los rumbos de las políticas nucleares de las últimas décadas.

¿Cuándo empezó la decisión argentina de tener centrales de uranio enriquecido? Una respuesta posible es: en 1978, cuando INVAP se fundó expresamente para desarrollar sotto voce la tecnología de enriquecimiento Pilcaniyeu. Otra es: en 1983, cuando el presidente Raúl Alfonsín y el presidente saliente de la CNEA anunciaron, ante el asombro mundial, la existencia y buen funcionamiento de la planta de “Pilca”.

O tal vez fue en 1984, cuando la CNEA presentó sin ruido, en un congreso en Perú, el proyecto de central compacta a uranio enriquecido CAREM al que, en ese momento, consideraba más un ejercicio intelectual que un proyecto de bandera.

Y hay una cuarta opción: en 2009, cuando la privatización de la AECL de Canadá complicó la compra, decidida por ley de 2006, de dos unidades CANDU de 750 megavatios cada una, clones muy mejorados de la unidad de 600 mega construida en los 70 en Embalse, Córdoba. Las cuatro respuestas pueden ser igualmente correctas o incorrectas.

Con todo ello, es llamativo que alguien aún se sorprenda de que la Argentina vaya a dotarse de centrales de uranio enriquecido, más allá de cuáles y cuántas. Porque aunque no tengamos ningún aparato nucleoeléctrico en operaciones que queme combustible enriquecido, este tipo de uranio hace tiempo que forma parte de nuestra historia nuclear. Es más, la viene decidiendo.

El comienzo del fin, o el fin del comienzo

En 1983, la revelación de que nuestro país tenía una vía propia de enriquecimiento desató una vendetta diplomática internacional letal y silenciosa contra la CNEA. Los costos políticos de cerrar la institución por decreto habrían sido impagables para cualquier gobierno democrático, de modo que se optó por ahogarla sin ruido, sosteniéndola como la cuerda al ahorcado, negándole fondos, obras, proyectos y renovación de cuadros.

Veinte años de nudo corredizo aplicado sin flojeras lograron casi la muerte cerebral del Programa Nuclear, mientras las sucesivas y cambiantes bancadas de oposición se dividían entre la distracción o el pésame.

Pero simultáneamente, con sólo con haber funcionado durante un lapso de tiempo en 1983, Pilcaniyeu le abrió paso a la Argentina para volverse el más exitoso país exportador de pequeños reactores de investigación durante esos dos mismos decenios, primero a través de la CNEA, y luego con INVAP.

“Pilca” era el reaseguro, para cualquier cliente, de poder comprar nuestras unidades sin temor a que los dueños del mercado los boicotearan, negándoles ULE (Uranio Levemente Enriquecido, al 20% en este caso).

En suma, el enriquecimiento casi provoca el desbande terminal de la mayor colección de materia gris en asunto nucleares al Sur del Ecuador. Paradójica y simultáneamente, nos volvió jugadores de primera en un nicho externo de ese mercado. Ante tanto brillo en cancha ajena y tanta miseria en casa, Nicolás Guillén hubiera citado su “Reina del manto hacia fuera/Y del manto adentro, vasalla”.

Pero en 2003 las cosas cambiaron y el Programa Nuclear, apoyado explícita y resueltamente por el Poder Ejecutivo Nacional, y luego por el Legislativo, resucitó de sus cenizas. Habida cuenta de que, desde su fundación hasta 1983, la CNEA fue una institución intocable que tuvo fondos asegurados, proyectos firmes y 3 presidentes mientras el país tenía 17, el enriquecimiento fue el principio del fin. Pero también el fin del principio.

El dato es que, si las cosas en economía, industria y política energética mantienen su actual rumbo, en 2030 la Argentina tendrá, tal vez, un parque eléctrico al menos el doble de grande que el actual y, dado que el país está escaso de combustibles fósiles y de ríos represables, tendrá una fuerte “pata nuclear”. Y este parque será, en la opinión de Carlos Gho (referente argentino en el comportamiento de los neutrones dentro de núcleos de reactores) muy variopinto.

El futuro posible

Según Gho, el parque nucleoeléctrico argentino de 2030 podría estar formado por 1500 megavatios canadienses de uranio natural, más 2000 o tal vez 3000 megavatios repartidos en otras dos o tres plantas de uranio enriquecido de origen a determinar y, como broche, entre 600 y 800 megavatios también “enriquecidos”, pero resueltos con tecnología CAREM.

Resumiendo la foto de 2030 de otro modo: de 5000 a 6000 megavatios nucleares nuevos, 4200 o más importados, entre 2600 y 3800 con combustible enriquecido, y la tecnología argentina sólo sería la fuente de una séptima parte de nuestra núcleoelectricidad.

¿Esto es bueno o malo? Para un país que en 1983, pese a la crisis ya en curso en el sector, se imaginaba a sí mismo con alrededor de 5000 megavatios nucleares repartidos en 6 centrales de uranio natural, 5 de los cuales serían como Atucha, es decir hechas en sociedad con SIEMENS, es una mejora. ¿Por qué? Porque en 1986, nadie se tomaba en serio el CAREM, y nuestro mundo atómico criollo seguía repitiendo el mantra de los dueños del mercado: “Las centrales deben venir en tres tamaños: grande, enorme y gigantesca”.

Esa prospectiva de 1986 tiene un ángulo respetable: a través de ENACE, la CNEA se imaginaba llegar al cambio de milenio exportando al Tercer Mundo clones muy mejorados de Atucha I: la planta mediana ARGOS de 360 megavatios, siempre en yunta con los alemanes. Me fue presentada en 1986 por su creador, Abel González, entonces presidente de ENACE, hoy jefe de radioprotección en el OIEA. “Creo que suscitó bastante interés en el Norte de África”, me dijo elípticamente, mientras me mostraba los planos.

Pero pese a las virtudes técnicas del ARGOS, en la idea de asociarse con KWU, luego SIEMENS a través de ENACE, hubo un error de apreciación recíproco: Alemania probó ser aún más volátil e inconstante que la Argentina respecto de su propio programa nuclear. De hecho, lo acaban de cerrar por segunda ocasión y esta vez, al parecer, para siempre. Equivocado o no, fue un acto de voluntad popular, expresado por leyes parlamentarias.

El “casi atomicidio” argentino, en cambio, fue forzado desde afuera por los dueños de la deuda externa criolla y por vulgares decretos e ignotas resoluciones ejecutivas. A la hora de comparar prospectivas, si la vida nos dejara elegir entre la de hoy y la de la CNEA a fines de los 70 y principios de los 80, en la de hoy hay más realismo y más independencia tecnológica.

Hay más realismo porque, casi 20 años más tarde, ya se sabe que el mundo —incluso el Tercer Mundo— no compra más centrales de uranio natural. Somos tal vez el país que más sabe en el mundo de este tipo de combustible, después de Canadá. Pero los “fierros” que podríamos construir por nuestra cuenta (clones de las Atucha o de Embalse) tendrían problemas legales y cronológicos. En lo legal, son “tecnología con propietario”; en lo cronológico, representan el estado de esa ingeniería, la PHWR en la década del 60.

Por otra parte, ya no nos hacemos ilusiones de ser el hermano menor de nadie. Si para algo le sirvió a la Argentina el trauma de los 90 es para entender que es mejor exportar sin socios ni patrones.

La prospectiva actual, como la ve Gho, tiene la virtud de separar claramente dos negocios distintos: el de fabricar electricidad y el de vender tecnología. Fabricaremos electricidad mayormente con grandes plantas importadas, porque aun si no volvemos a las tasas chinas de crecimiento del PBI de 2003 a 2008, no hay tiempo para desarrollar una línea puramente argentina.

Pero más allá del prototipo de 25 megavatios, hoy en construcción, y del primer aparato plenamente comercial a instalar en Formosa, seguramente tendremos varias unidades más del CAREM en sitios aislados donde es caro llegar con redes de alta tensión. Y en esos 20 años podrá saberse definitivamente cuál es el módulo máximo de potencia del CAREM, sin que éste pierda su rasgo más atractivo, que es su refrigeración puramente pasiva: ¿150 megavatios? ¿200? ¿250?

Para el caso, la Argentina tiene más de 160 proyectos mineros, la mayoría en lugares remotos y desérticos de un territorio que es el octavo de la Tierra, por superficie. Muchos de esos proyectos necesitarán electricidad de base casi en boca de mina. De modo que los pocos centenares de megavatios de CAREM que hayamos construido de aquí a 2030 serán showrooms para exportar esa tecnología nuclear argentina a países con necesidades similares. Un caso de libro: Indonesia, la república insular más poblada del mundo, con 238 millones de habitantes repartidos sobre 17.508 islas regadas a lo largo de 4500 kilómetros de aguas profundas, imposibles de enlazar entre sí con líneas de alta tensión. Cada isla mediana mente poblada es un potencial “oasis eléctrico”.

Hay tantos países que podrían querer el CAREM que, como afirma Norma Boero, presidenta de la CNEA, Corea del Sur ha tratado varias veces de asociarse al proyecto (un abrazo de oso del que sería difícil deshacerse).

Mientras evitamos la invitación, en los Estados Unidos han brotado como hongos proyectos del estilo CAREM como el SMR y el IRIS de la Westinghouse, el NuScale del Departamento de Energía y la Universidad de Oregon, y el mPower de Babcock y Wilcox.

Por darle casi tres décadas de ventaja al Primer Mundo y a una por entonces potencia emergente como Corea la CNEA debe competir por mostrar que no sólo tiene el reactor compacto a uranio enriquecido original, sino el primero en construirse, el más modular y más confiable.

Como suele repetir Carlos Aráoz, un prócer de la generación de Jorge Sabato: “Desde que construyó Atucha I, la CNEA confundió sus objetivos. El negocio no es vender electricidad. El negocio es vender tecnología”. La claridad es un dato nuevo.

Entre tanto, cómo se fabrique electricidad nuclear aquí, en la Argentina, es un asunto enteramente distinto. Estamos en un brete energético y no somos orgullosos, aceptamos importar tecnología. Trataremos, como la CNEA hizo casi siempre, de evitar la situación “llave en mano”, nos daremos permiso para hacer rediseñar lo que no nos guste (como se hizo con Atucha I, al cual la CNEA le impuso dos generadores de vapor, en lugar de uno solo) y trataremos de obligar al vendedor a darle mucha participación a la industria local. Que por suerte, resucitó y la hay nueva, y es una larga lista de PyMES y grandes empresas tradicionales de ingeniería hoy abocadas a la terminación de Atucha II, pero que quieren saber cómo sigue después el partido.

Por qué y con quiénes

El uranio natural se compone de un 99,3% del isótopo 238 y de un 0,7% del 235, que es el físil y el que realmente importa en la reacción nuclear. La decisión del uranio natural fue excelente e inatacable en los ‘60: nos volvía soberanos y libres de comprar lo que quisiéramos a quién quisiéramos en materia de centrales e, incluso, de desarrollar una línea propia a partir de un prototipo de demostración de 50 megavatios, como propuso en su momento Jorge Sabato, sin la paranoia de que “desde afuera” nos borrarán del mercado con un simple boicot de combustible.

Pero seguir eternamente quemando uranio natural con un rendimiento de 6500 a 7500 megavatios/día/tonelada, en lugar de los 33 a 40.000 que logra una central con uranio enriquecido, a un modesto grado del 3%, es un acto de ineficiencia difícil de mantener. Al menos, en un país que, como el nuestro, podrá ser un buen yacimiento de know how nuclear, pero anda muy corto de yacimientos aceptables de uranio.

Aunque esa tonelada de uranio natural genere los mismos megavatios que 8,5 millones de metros cúbicos de gas, según la World Nuclear Association, cifra consensuada por los pocos países usuarios de este combustible (Argentina, Canadá, Corea, Rumania y la India), no es mucho consuelo, ahora que también nos falta gas. Si enriquecemos, y por debajo de un 4%, al menos quintuplicamos el ahorro de gas implícito en quemar uranio.

Pero con enriquecido al 5%, el quemado mejora a 55 gigavatios/día/tonelada. Aunque se necesitan elementos combustibles más robustos y con enriquecimientos del 6%, se vislumbran centrales capaces de rendir 70 gigavatios/día/tonelada.

Las centrales de enriquecido tienen otra ventaja: núcleos más compactos y, por ende, recipientes de presión (la pieza más cara de cualquier central) más pequeños. Y uno se evita la complicación técnica de tener que ir sacando los elementos gastados y reemplazarlos por nuevos durante la operación de la central. Por el contrario, cada 24 meses se agota un núcleo entero, se para la central y se lo recambia “en bloque” por uno nuevo. Pero, además, la cantidad de elementos combustibles gastados se reduce en un tercio, y el costo total del ciclo baja un 20%.

Teniendo “en casa” no una, sino dos e incluso tres vías posibles de enriquecimiento (la de membranas de “Pilca”, ya probada, la de centrifugación y la del láser, en experimentación), la cosa cambia y podemos atrevernos a plantas mucho más eficientes.

La pregunta, entonces, es por qué comprarle dos plantas más de uranio natural a la firma privada que, tras un proceso político bastante complejo, se compró la vieja AECL, la SNC Lavalin. La respuesta la tiene Gho: “La ley de 2006 tenía esta lógica: el mercado pide electricidad a gritos, y tenemos suficiente industria local instalada como para hacerla jugar en la construcción de dos CANDU. Lo que no se puede hacer es desaprovecharla.

Por una parte, tenemos la PIAP, la planta de fabricación de agua pesada de Arroyito, Neuquén, capaz de suministrar 1200 toneladas de ese insumo. Si no usamos la planta ya, va a empezar a volverse obsoleta y a perder eficiencia.

Por otra parte tenemos a CONUAR, que es perfectamente capaz de manejar el incremento de producción de elementos combustibles para centrales CANDU”. ¿Y por qué no construir directamente un par de clones de Embalse sin pagarle un centavo a nadie, si es una ingeniería mucho más sencilla que la de las Atucha, y la Argentina la puede reproducir desde los ‘80? Vuelve a contestar Gho: “Asuntos legales de lado, por la misma causa por la que hoy preferís tener un Focus y no un viejo Falcon, por muy buen auto que haya sido el Falcon en sus épocas. Desde que compramos Embalse, los canadienses le metieron 40 años de mejoras a ese diseño de base”.

Convencido, le pregunto a Gho qué preferiría comprar, a la hora de elegir una planta de uranio enriquecido. “Si dependiera de gustos, el AP 1000 de la Westinghouse. Es el más emparentado en filosofía de diseño con nuestro pequeño CAREM: está lleno de rasgos pasivos de refrigeración y control. Al igual que el CAREM, el AP 1000 resiste un black-out total, y si se queda sin bombas, refrigera por convección unos 300 megavatios térmicos de su núcleo, de modo que la acumulación de calor no lo afecte estructuralmente. En suma, es muy a prueba de desastres”.

Pero para seguir la comparación automovilística de Gho, el AP 1000 también puede llegar a ser lo más caro en oferta, de modo que no se pueden descartar los PWRs que ofrecen los chinos y los coreanos, del mismo modo en que si a uno no le da la chequera para comprarse dos Mercedes, puede comprarse un Subaru y/o un Hyundai. Lo importante es que se compre bien, barato, con toda la participación local posible, y sin ningún condicionamiento sobre nuestra voluntad de construir y exportar el CAREM, un mercado en el que habrá que competir duro.

Resumiendo: por fin la tenemos clara.

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