Por Sebastián Scigliano. En U-238 # 13 Septiembre 14
En El sueño de la Argentina atómica. Política, tecnología nuclear y desarrollo nacional (1945 – 2006), el historiador de la ciencia Diego Hurtado analiza el devenir de la cultura atómica local, una de las iniciativas de autonomía tecnológica y productiva más singulares de América Latina.
Precoz y persistente. Si fuera posible sintetizar en dos palabras las conclusiones a las que llega Diego Hurtado sobre el desarrollo nuclear argentino, bien podrían ser esas. En El sueño de la Argentina atómica, de reciente aparición, queda claro que, bien desde el principio, una serie de fuerzas sociales, económicas y culturales hicieron posibles uno de los experimentos de política científica más audaces y extraños, por lo menos, de esta región: el desarrollo de una agenda pública ambiciosa sobre una matriz tecnológica compleja y de alto valor geopolítico, desde una economía que, en el mejor de los casos, ranquea como en desarrollo. “Hay una encrucijada histórica de escala mundial que impacta sobre la Argentina, que es el final de la Segunda Guerra Mundial. Por un lado, es un umbral que trae muchas novedades: Estados Unidos se consolida como potencia hegemónica, es el inicio de la guerra fría, de la polarización del planeta en dos modelos de sociedad, lo que implica que Estados Unidos va a tomar rápidamente posiciones estratégicas y América Latina va a jugar un rol en ese escenario global. Por otro lado, países de América Latina comienzan a entender ese nuevo escenario, en el que la ciencia y la tecnología se convierten en objeto de políticas públicas”, cuenta el propio Hurtado sobre los comienzos de la aventura. “Claramente, la ciencia y la tecnología aparecen como motor del desarrollo económico, cosa que, claro, se sabía de antes, pero cuya importancia en términos cualitativos crece en ese momento. El gobierno de Perón lo ve claramente; cuando se inicia la década del 50 ya se ve muy claro que empieza a promover la creación de instituciones públicas que van a ser clave en el desarrollo nuclear argentino, como la Comisión Nacional de Energía Atómica, el Instituto Antártico, o el mismo CONICET, que se crean todos en una franja de dos o tres años y coinciden con el lanzamiento del Segundo Plan Quinquenal”.
¿Cómo se crearon las condiciones para que eso fuera posible tan rápidamente?
Esto no es, en realidad, una novedad exclusiva del peronismo: este componente de un Estado fuerte, centralizador, intervencionista de la economía, es el rasgo con el que surge la economía norteamericana después de la Segunda Guerra, que es el mismo que la planificó en tiempos de guerra. Creo que esto tiene mucho que ver con el hecho que le permite percibir, por ejemplo, al general Savio, a menos de un mes de las bombas atómicas, que es necesario declarar el uranio y todos los minerales relacionados con el desarrollo de tecnología atómica de interés estratégico para el estado nacional. Explotan las bombas atómicas y, al mes, en Argentina ya se promueve un proyecto de ley en ese sentido. A la vez, embarcarse en un proyecto de industrialización implica el acceso a los recursos naturales, tener la capacidad de procesarlos, tener una política energética planificada, de diversificación energética, y ahí aparecen YPF, Gas del Estado, y la creación de la CNEA, en 1950, que hay que ponerla como un eslabón de este proceso. La mirada planificadora de la economía del peronismo, tratando de entender lo que estaba pasando en el escenario internacional, es lo que motiva la inmediata incorporación de Argentina al tren de la energía atómica. Hay una clara percepción de que es una oportunidad que Argentina no puede perder. Los físicos argentinos entienden que puede ser una oportunidad inmejorable para el desarrollo de la disciplina, y ahí se ven converger intereses de varios sectores.
Tal vez de esa fortaleza inicial derive el otro rasgo característico del desarrollo nuclear local: su continuidad casi sin altibajos durante más de 50 años. Claro que matizado por los vaivenes propios de una economía cíclica y por decisiones de política científica propias de cada etapa. Sin embargo, con más y menos, el desarrollo atómico mantuvo su vigor, incluso cuando parecía casi desaparecido.
“Me costó mucho elaborar el concepto de cultura atómica”, dice Hurtado. “Cultura es un concepto complejo, denso, con muchos sentidos, pero me pareció que era lo que más se ajustaba a algo que empezó a funcionar sobre fines de los 60 como un cimiento sobre el que descansaban las iniciativas de política local y de desarrollo institucional. La cultura nuclear se va a ver, de manera clara, casi como si fuera un laboratorio de historia, cuando se desguaza, cuando se queda sin soporte institucional. Ahí uno podría haber firmado el certificado de defunción de la tradición nuclear, que sin embargo va persistir, con presupuestos bajísimos, con la entrada de gente joven a la CNEA. Y sucede algo que podría parecer paradójico a primera vista: cuando se decide relanzar el plan nuclear en 2006, se ve cómo, en dos o tres años, se logra reestructurar algo que parecía acabado.
¿Y cómo fue posible eso?
Porque hubo algo que persistió por debajo, algo parecido a un cimiento, que tiene que ver con esto de la cultura. Un buen indicio lo da compararse con el desarrollo nuclear de Brasil y una característica peculiar del desarrollo nuclear argentino puede ser su alto grado de centralización en una única institución, que es la CNEA. En Brasil y en otros países de la región se ve que, respecto de lo nuclear, se va creando un centro en una universidad, otro en otra. En algún sentido, al tratarse de países en desarrollo, con presupuestos chicos en los que se necesita ganar impulso y potencia en términos de la orientación de las políticas, la centralización de la CNEA funcionó de manera positiva. Un segundo logro que lo diferencia de otras áreas es la ciencia y la tecnología que se usó y tiene que ver con haber formulado una política tecnológica que ponía como mandato el involucramiento con otros sectores de la actividad económica. Se ve muy tempranamente al sector atómico representado en la CNEA involucrándose con la producción de radioisótopos para el sector médico. El sector de las ciencias biomédicas ha funcionado como un traccionador del área nuclear, porque uno podría preguntarse cómo es que hay tan alto consumo de radioisótopos en la Argentina. Porque efectivamente la medicina argentina viene utilizando radioisótopo desde la década del 40, existe una gran demanda, y uno de los objetivos iniciales es responder a esa demanda. Por eso la necesidad de reactores nucleares de investigación, por eso cuando se construye el RA3, su objetivo es lograr el autoabastecimiento del mercado local. A principios de los 60 ya la CNEA crea el servicio de asistencia técnica a la industria, para promover la incorporación de tecnología en empresas de metalurgia de capitales nacionales.
Vos señalás en el libro que el desarrollo nuclear local buscó legitimidad dentro del país y no fuera. ¿Estas iniciativas tienen que ver con eso?
En ese momento todavía eso está como embrionario. Yo utilizo un término para tratar de entender esto, de Peter Evans, un politólogo, que habla de enraizamiento. Los estados desarrollistas exitosos promovieron procesos de enraizamiento. En el caso de Argentina no se trata de un estado, sino de un pequeño sector, que es el área atómica, que rápidamente, ya en los 60, logra un alto grado de enraizamiento con otros sectores sociales y de la economía, de la enseñanza universitaria. En términos de otras tradiciones en Argentina, solamente encuentro, con la potencia de la tradición nuclear, la ciencia biomédica, con características diferentes, claro, ahí ya hablamos de premios Nobel, de tradiciones institucionales que en su mayoría se orientaron a la producción de ciencia básica y no de tecnología, pero, sin embargo, cuando se estudia esa tradición, la fortaleza de la tradición médica argentina, ahí hay otro paradigma comparable en términos de importancia, de largo plazo, con resultados notables que superan el promedio de lo que ocurre en otros campos científicos.
Claro que tan altos e incipientes grados de autonomía en el desarrollo de una tecnología tan sensible no iban a pasar desapercibidos. Desde muy temprano, uno de los principales escollos para el crecimiento de la industria atómica nuclear fue, cuando no, la mayor potencia atómica mundial: Estados Unidos.
“Hay que entender que la dualidad de las tecnologías les es perfectamente funcional a los país poderosos para que, bajo el supuesto miedo al desarrollo de armamento, se sostenga en realidad el monopolio en los mercados de alta tecnología”, señala Hurtado.
¿La posición de Estados Unidos frente al desarrollo nuclear argentino fue siempre igual?
El primer rol importante de los Estados Unidos es promover un mercado para la industria de la energía nuclear a nivel global, entre otras cosas, porque percibe que llegando primero e instalando su tecnología en los países en desarrollo produce un mercado muy promisorio en términos de potencialidad de ganancias. Además, por un lado, la energía atómica puede promover la influencia geopolítica de los Estados Unidos en el contexto de la guerra fría y, por el otro, es un mercado de tecnología nuevo que Estados Unidos quiere monopolizar. Entonces se lo ve, hasta mediados de la década del 60, promoviendo activamente, incluso alentando a países como la Argentina a tener sus propios desarrollos. Ahora, cuando algunos países en desarrollo empiezan a mostrar cierta autonomía, en ese momento es cuando se empieza a construir en la arena internacional la categoría de “países proliferadores”, bajo la excusa de la supuesta amenaza de que en un país en desarrollo fabriquen la bomba atómica. Ahí se empieza a promover la intervención de la potencia para frenar estos desarrollos nucleares, poniendo vallas internacionales como el Tratado de Tlatelolco o los tratados de no proliferación. Argentina nunca mostró indicios de querer desarrollar bombas atómicas, sin embargo Estados Unidos siempre tuvo a Argentina entre los países proliferadores.
¿Y cómo se elude ese escollo?
Una de las moralejas que se desprenden del libro tiene que ver con entender que parte de la debilidad de los complejos de ciencia y tecnología en América Latina y, por lo tanto, de sus estructuras productivas, tiene mucho que ver con la capacidad de formular políticas que apunten a objetivos de autonomía. La noción de dependencia cultural ahí es clave. Cuando se ve lo que es uno de los departamentos de física más prestigiosos que tiene la Argentina en los años ´60, que es el de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales, en el que se hace altísima física teórica, pero que la preocupación por generar conocimiento que acompañe al proceso de crecimiento de la Argentina es casi nula, ahí se encuentra como la ciencia también es una variable de la dependencia cultural. Tal vez una de las más sutiles, con la idea de que, como la ciencia es universal, la ciencia prestigiosa es la misma en Nueva York, en Tokio o en Buenos Aires, y que entonces lo que debe hacer un científico es producir conocimiento con estándares internacionales, trabajar en armonía y en colaboración con la comunidad científica internacional, toda una serie de idealizaciones, que desde el presente uno puede calificar como de altísima ingenuidad que, además, los países desarrollados ya superaron, porque no es casualidad que uno no pueda encontrar cómo se fabrica fibra de carbono o microchips en un congreso. En realidad, el conocimiento relevante se produce en empresas o en entidades con contratos de confidencialidad. En los congresos internacionales no se transmite en conocimiento útil y económicamente valioso, porque ese conocimiento se patenta y se guarda bajo secreto industrial o militar. Y uno ve que los científicos y los políticos arrastran todavía algún componente de ingenuidad. De todas maneras yo creo que ya estamos en un proceso de pérdida de la inocencia de estas concepciones idealizadas, pero todavía hay mucho camino por hacer.