El proyecto del Reactor Termonuclear Experimental Internacional (ITER, por sus siglas en inglés), ubicado en Cadarache, al sur de Francia, avanza a paso lento. Se trata de la apuesta más grande del mundo para desarrollar energía a partir de la fusión nuclear, la cual se viene gestando desde hace más de 50 años.
Si bien ya se comenzaron a recibir los primeros componentes de su reactor experimental (denominado «tokamak»), su construcción lleva dos años de retraso, obstaculizada por el aumento masivo de los costos y largas postergaciones. Además, fue necesario superar problemas de diseño iniciales y diversas dificultades de coordinación.
En primer lugar, cada uno de sus siete socios –la Unión Europea, que financia casi la mitad de su costo, China, India, Japón, Corea del Sur, Rusia y Estados Unidos– tuvieron que crear un organismo local para cumplir con el abastecimiento de componentes dentro de cada país y luego lidiar con las complicaciones para trasladarlos e importarlos, que no fueron pocas.
Los retrasos se incrementaron debido a las disputas por el acceso a las sedes de producción en los países participantes. Además, como cada parte debe cumplir con requisitos extremadamente específicos, los inspectores de ITER y las autoridades nucleares francesas tuvieron que negociar las visitas a compañías que no estaban habituadas a controles externos.
De acuerdo con el plan inicial, se esperaba conseguir el primer plasma a mediados de la pasada década. Después de una restructuración de plazos, se fijó una nueva fecha límite para noviembre de 2020, pero esto también se ha puesto en duda.
Aunque se ha acordado un nuevo calendario, los constructores del ITER asumen que habrá más demoras debido al traslado de las piezas clave, que se están fabricando en varias partes del mundo. Para compensar los retrasos, están haciendo turnos dobles con el objetivo de acelerar el ritmo de construcción. Además, el edificio principal que albergará al tokamak fue adaptado para dejar los espacios necesarios para que los componentes que llegarán más tarde sean añadidos sin causar demasiados problemas.
Desde la década del 50, la fusión ha alimentado el sueño de generar una energía casi ilimitada –imitando el proceso de la bola de fuego que enciende el sol– a partir de dos formas de hidrógeno fácilmente disponibles. Su gran atractivo es la combinación de un combustible económico, poco desperdicio radiactivo y cero emisiones de gases de efecto invernadero.
El proyecto apunta a crear un plasma de gas supercaliente que alcance temperaturas de más de 200 millones de grados centígrados, el calor necesario para forzar a los átomos de deuterio y tritio a fusionarse y liberar energía. Este proceso tendrá lugar dentro de un gigantesco campo magnético con forma de anillo, la única manera de contener un calor tan extremo.
Crédito de la imagen: David Shukman