Por Sebastián Scigliano. En U-238 # 24 Noviembre – Diciembre 2016
La muestra de arte en el edificio Tandar sirve como excusa para repasar la relación entre arte y ciencia, un binomio nacido de las mismas inquietudes, separado luego por la historia, pero con inquietantes y curiosos puntos en común.
Dos formas de interpretar el mundo. Dos formas de conjurar los miedos frente a un universo desmesurado y hostil, mucho más inabarcable que lo que la propia imaginación del humano más lúcido pueda concebir. Dos maneras de expresar la necesidad de controlar el caos o, al menos, de darle un sentido. Desde tiempos inmemoriales, el arte y la ciencia han sido dos de las maneras más frecuentes —tal vez, las dos principales— en que los seres humanos han intentado darle sentido a su paso por el mundo, ya sea retratándolo o tratando de entenderlo. En ese derrotero, los puntos de contacto han sido muchos y muy variados.
Podría decirse que la raíz ancestral de ambas actividades es la misma: la magia, como forma arcaica de apropiación de la realidad. En un caso, suponiendo que el retrato de las cosas disipa sus peligros y, en el otro, procurando acceder a lo sublime gracias a la mezcla justa de los ingredientes exactos. Luego, vendrán las distinciones, el terreno en el que la ciencia y el arte harán crecer sus respectivas raíces, posiblemente con el reinado de la antigua Grecia sobre occidente como paradigma de ese proceso de separación. Desde entonces, la ciencia será el resultado de la indagación y el esclarecimiento racional y el arte, el territorio de la libertad de interpretación y creación. Sin embargo, esa matriz común, esa angustia inicial por entender y explicar se habrá de mantener viva hasta nuestros días, más allá de que la ciencia se constituya en lo que es a partir de una tajante separación respecto de estos inicios “mágicos” y el arte conserve, por el contrario, todavía parte de esa aura.
La muestra permanente de arte que, desde 1996, se exhibe en el edificio Tandar del Centro Atómico Constituyentes es un ejemplo más de la necesidad que los hombres y las mujeres de la ciencia tienen de recordar ese maridaje ancestral con el arte como compañero de aventuras.
“La idea rectora que inspira la Exposición Permanente es el de contribuir al mejoramiento y a la supervivencia de nuestra civilización, mediante la constante búsqueda de acortar la brecha entre la cultura científica y la humanística”, se consigna en su presentación.
Se trata de un nutrido conjunto de obras de distintos artistas argentinos, de tradiciones y estilos muy diversos, del que se destacan trabajos de referentes tan disímiles como Clorindo Testa o Ricardo Carpani.
Un mismo camino
Si bien, en principio, podría parecer que el arte y la ciencia tienen propósitos diferentes y, por lo tanto, modos y tradiciones bien diferenciados para lograr esos objetivos, los puntos de contacto entre ambos universos son más comunes de lo que parece.
Para el reconocido filósofo de la ciencia Paul Feyerabend, por ejemplo, “la separación existente entre las ciencias y las artes es artificial, es el efecto lateral de una idea de profesionalismo que deberíamos eliminar, que un poema o una pieza teatral pueden ser inteligentes a la vez que informativas (Aristófanes, Hochuth, Brecht) y una teoría científica, agradable de contemplar (Galileo, Dirac) y que podemos cambiar la ciencia y hacer que esté de acuerdo con nuestros deseos.”
En el contexto del Renacimiento europeo, sin ir más lejos, no era extraño encontrar personalidades que se destacaban simultáneamente en el arte y en la ciencia. Leonardo Da Vinci, tal vez el más famoso de todos ellos, fue el exponente típico de su época: dominaba la anatomía, la escultura, la física, la astronomía, tocaba el laúd, también era poeta y, por supuesto, uno de los pintores más destacado de la historia de la humanidad. Si se observa tanto su obra artística como la científica se “siente” esa exquisita armonía perseguida por el hombre.
La palabra armonía no es casual: acaso uno de los misterios más fascinantes de la naturaleza esté íntimamente ligado a la búsqueda de la perfección artística. Se trata del número Phi.
De las proporciones
Los misterios que se tejen alrededor de una cifra, en apariencia, insignificante, han dado vida a buena parte de la imaginería en ese terreno difuso en que ciencia, arte y magia comparten inquietudes y desvelos. Según los más fanáticos, ese 1,618 (más una infinita serie de decimales) gobierna las proporciones más perfectas que en la naturaleza hay y que el arte se ha empeñado en buscar. Incluso llegan a afirmar que hasta la mismísima Biblia está concebida según sus mandamientos. Su nombre se le debe, cuando no, a un escultor griego, Fídeas, a quien se le atribuyen algunas de las representaciones más perfectas del cuerpo humano. Pero, ¿qué es Phi? Se trata de un número algebraico irracional, es decir, que su representación decimal no tiene período. Fue descubierto no como una expresión aritmética, sino como relación o proporción entre dos segmentos de una recta, es decir, una construcción geométrica. El secreto es el siguiente: siendo que dividimos un segmento cualquiera en dos partes desiguales, si se divide el total del segmento por la parte más larga el resultado es el mismo que si se divide la parte más larga por la parte más corta de la división. Y el número que resulta es, claro, Phi. Lo asombroso es que esa proporción se encuentra tanto en algunas figuras geométricas como en muchísimos fenómenos de la naturaleza. Esa misma proporción ha obsesionado a muchos artistas, que la han utilizado en la búsqueda de la perfección en la representación de las formas. La ciencia, por su parte, se ha dedicado a explicar por qué lo que se ve se lo organiza según ese numerito mágico. Las investigaciones de Adrian Bejan, profesor de ingeniería mecánica de la Universidad de Duke, en Carolina del Norte, Estados Unidos, han dado como resultado que se trata básicamente de una razón evolutiva. Recogió en su investigación que los ojos humanos analizan más eficazmente una imagen si está encuadrada en un rectángulo áureo, de forma que esa proporción se habría utilizado de forma intuitiva desde la Antigüedad porque es la forma más cómoda y agradable a la vista. He ahí el secreto.
Phi aparece como ordenador en muchos procesos naturales. Y es por ello que la ciencia se ha dedicado a investigar esa rara coincidencia. Ejemplos: la proporción entre abejas hembra y macho en una colmena suele ser similar a la proporción áurea y, además, la forma de reproducción de una colmena sigue la progresión de la célebre serie de Fibonacci, una pequeña broma matemática cuya representación en ejes cartesianos da como resultado una curva… dominada por la proporción de Phi.
La disposición de los pétalos de las flores, el caparazón de algunos animales, la forma de las piñas que dan algunos árboles, la distribución de las pipas en un girasol, el grosor que tienen las ramas de los árboles, todos tienen en común, de una forma u otra forma, la proporción áurea o la serie de Fibonacci. Por eso algunos expertos postulan que el número Phi sea al crecimiento orgánico lo que Pi es a la medición del círculo: el número en el que están basados todos los cálculos y fenómenos.
Fascinación por Phi
El descubrimiento del influjo que el “número dorado” tiene sobre la naturaleza alentó a más de un artista —algunos muy célebres— a tomar en cuenta a Phi como una posible clave para conseguir la representación perfecta de la realidad. Hay serios indicios de que en la arquitectura del Partenón, en la Gran Pirámide de Gizeh y en los palacios de la antigua Babilonia es posible encontrar ejemplos del uso de la proporción áurea, como en decenas de otras obras arquitectónicas a lo largo de la historia, entre ellas, el edificio que alberga a la célebre Universidad de Salamanca, esa que no presta lo que la naturaleza no da.
Otros artistas a lo largo de la historia sí han empleado la proporción áurea de forma plenamente consciente. La Gioconda o La última cena de Leonardo Da Vinci —sí, otra vez Leonardo—, El David o La Sagrada Familia de Miguel Ángel, El nacimiento de Venus de Sandro Botticelli son solo algunas de las obras más conocidas que se crearon respetando esos conceptos.
Respecto de Da Vinci, acaso el más famoso “buscador” de la proporción perfecta, hay opiniones encontradas sobre si su Hombre de Vitruvio se creó siguiendo la proporción áurea o no. Se trata de la figura de un hombre relacionada con la geometría e inserto en un cuadrado y un círculo. Para la figura humana, siguió las recomendaciones de Vitruvio, el arquitecto de Julio César, pero Da Vinci dibujó las formas geométricas de forma que la razón entre el lado del cuadrado y el radio del círculo es áurea.
Salvador Dalí trabajó con el matemático rumano Matila Ghyka durante meses haciendo diversos cálculos antes de comenzar una de sus obras más famosas, Leda Atómica. En ella, la composición y los objetos representados guardan una estricta proporción entre sí y respecto del cuadro al completo. Además, están distribuidos en las cinco puntas de un pentagrama áureo. Dentro de los movimientos de arte vanguardista de principios del siglo XX hubo toda una escuela dentro del cubismo dedicada a esta cuestión, llamada, claro, Sección Áurea o Sección de Oro. Se trataba de llevar las matemáticas a la pintura, sobre todo en las proporciones al descomponer una figura en cubos. Marcel Duchamp fue quien más trabajó al respecto.
Por afinidad de intereses, por procedimientos similares o, simplemente, por ejercitar con el mismos entusiasmo la curiosidad, arte y ciencia han compartido, desde siempre, mucho más de lo que parece. Basta repasar la historia que los une, y los distancia, para darse cuenta.